Es sorprendente el crecimiento de la industria de los
restaurantes elegantes en nuestro país. Desde el advenimiento y posicionamiento
de la carrera de gastronomía, los restaurantes de alta cocina se encuentran por
todas partes. Las cifras de crecimiento en restaurantes y creación de empleos es
notoria. Según el diario La República, en el año 2015 se registró en el sector
un crecimiento del 22% con ingresos en el rango de los billones. Sin embargo, no
todo es color de rosa para los restaurantes de estilo gourmet.
Hace unos días escuchaba al profesor Oscar Uribe
comentar sobre algunas experiencias ocurridas en los restaurantes de cocina de
autor. Coincidimos con el maestro en que asistir a uno de estos lugares llamados
gourmet resulta ser una experiencia agridulce.
Dulce porque usualmente estos lugares son decorados
con elegancia y buen gusto. La atención suele ser esmerada, cuidando los más
mínimos detalles para que el asistente se sienta atendido a cuerpo de rey. Los
platos cuidadosamente confeccionados se encargan de deleitar a plenitud las
papilas gustativas.
Lo agrio viene usualmente en dos aspectos. El primero
en el costo. Que costosos son estos restaurantes de alta gama o aquellos llamados
de cocina de autor. En su favor se puede argumentar: que sus platos son
costosos por la calidad de los productos usados en la confección de la receta,
el tiempo dedicado al desarrollo de la misma, la exclusividad y seguramente
otras poderosas razones. Pero es que no solo es caro el plato, también lo es el
vino, el pan, los jugos, las gaseosas. Usando sofisticadas argucias logran
vender más cara hasta el agua.
Pero hasta eso lo puedo tolerar. Lo que resulta
francamente intolerable en estos restaurantes es el tamaño ridículamente
pequeño de la porción servida. Hay platos fuertes que se pueden comer con un
par de bocados. Lo más curioso, es que estos lugares acostumbran servir sus
pequeñas porciones en platos muy grandes lo que hace notar, aún más, lo breve
de la comida. Para compensar el espacio inútilmente perdido, los chef decoran
el plato con pinturas hechas con salsas, cremas, purés y pequeñas guarniciones.
Estos decorados lo único que hacen es aumentar la sensación de impotencia derivada
de quedar con hambre y sin plata luego de terminada la cena gourmet.
Al salir, el nivel de saciedad es tan bajo que toca
parar en el primer carro de comidas rápidas para completar “la tanqueada” con
un perro caliente, de los sencillos, porque tampoco te quedó plata.
Post scríptum: Los de La República deberían contar en
el crecimiento de las cifras en gastronomía a los empleados de los carros de
perro y sus ventas post asistencia a restaurantes elegantes.