Todas mis pertenencias cabían y sobraba espacio
en una maleta de "cuero" chino, que por china había soportado el uso
y el abuso. Era de la tía Magola, la usaba para enviar desde Miami baratijas de
contrabando. En uno de esos ires y venires resultó el viaje en búsqueda de un
rural quien sabe en donde, con escala en Bogotá por quien sabe cuántos días. Se
requería una maleta con capacidad y por eso tomé prestada la maleta
contrabandista. Total, con libros, ropa de cama y pertenecías, la maleta de la
tía hizo el que a la postre seria su último viaje de la "suite" a la
residencia de los rurales.
La casa médica era un lugar que podríamos llamar sui géneris, tres cuartos, dos baños, sala, cocina y patio como
cualquier vivienda en Colombia, la diferencia estaba en la distribución. Entrabamos
por una gran puerta metálica de color verde franqueando un garaje, de manera
que por fuera parecía la entrada de un taller. La puerta de acceso una vez
pasado el garaje, se abría a un largo pasillo lateral que servía como eje tutelar
de la casa, a un costado las habitaciones y al otro costado lo que podríamos
llamar patio. El techo por consiguiente solo cubría la parte del pasillo que
correspondía con las habitaciones de manera que cuando llovía, el piso se
mojaba y los insectos llegaban irremediablemente. Al entrar primero encontrábamos
el cuarto de Patricia la bacteriológica que por ser la más antigua del grupo,
ocupaba el único cuarto con baño y sin ventanas de esta casa. Contiguo al
cuarto se encontraban en el siguiente orden: el baño principal, la cocina, dos
cuartos contiguos sin clóset y finalmente la sala, el patio de la casa corría
en forma paralela con el pasillo, convendrán en que la distribución es al menos
no usual. Otra particularidad consistía en que desde la sala y subiendo unas
escaleras se llegaba a una sencilla pensión de las que abundaban en Arauca por
esas épocas. Lo bueno de la pensión era que tenía teléfono con servicio de
larga distancia y la dueña no se molestaba en pegar un grito con el nombre del
beneficiario de una llamada familiar.
El mejor lugar de la casa era el pasillo, en las noches la fresca temperatura invitaba a usar una hamaca arrulladora y muchas veces cómplice que acogía a los habitantes de la casa sin mucho recato.
La casa podía albergar siete personas aunque en muchas noches la cifra aumentaba con la visita de algún amigo o amiga que ayudaba a tolerar la soledad del rural. Me alcance a preocupar cuando hice las cuentas, Piter y otros tres médicos rurales, dos enfermeras y una bacterióloga, total siete y conmigo ocho, no había cupo. Pero el destino como siempre se encargaría de cambiar las cosas para permitir que estos dos compinches amigos siguieran adelante. Resultó que los otros tres rurales tenían, por diferentes razones, lugares de habitación que les resultaban más favorables que la casa médica, de manera que se hacía necesaria la presencia de otras personas que pagaran el alquiler y allí estaba yo con mi maleta.
Con mi llegada la nómina de habitantes de la casa reflejaba la diversidad de regiones, dos médicos costeños, dos enfermeras rosaristas, más rolas que el ajiaco santafereño y una bacterióloga paisa bien raizal, que por ser la de más tiempo en el hospital llevaba la batuta de la casa y dictaba las necesarias normas de convivencia. El cupo restante pronto seria llenado.
Durante nueve meses conviví en esa casa con un grupo cambiante de jóvenes profesionales llenos de expectativas que llegamos a ejercer nuestras profesiones con el entusiasmo de la primera vez y que fuimos marcados de alguna forma por la preciosa tierra llanera.
El mejor lugar de la casa era el pasillo, en las noches la fresca temperatura invitaba a usar una hamaca arrulladora y muchas veces cómplice que acogía a los habitantes de la casa sin mucho recato.
La casa podía albergar siete personas aunque en muchas noches la cifra aumentaba con la visita de algún amigo o amiga que ayudaba a tolerar la soledad del rural. Me alcance a preocupar cuando hice las cuentas, Piter y otros tres médicos rurales, dos enfermeras y una bacterióloga, total siete y conmigo ocho, no había cupo. Pero el destino como siempre se encargaría de cambiar las cosas para permitir que estos dos compinches amigos siguieran adelante. Resultó que los otros tres rurales tenían, por diferentes razones, lugares de habitación que les resultaban más favorables que la casa médica, de manera que se hacía necesaria la presencia de otras personas que pagaran el alquiler y allí estaba yo con mi maleta.
Con mi llegada la nómina de habitantes de la casa reflejaba la diversidad de regiones, dos médicos costeños, dos enfermeras rosaristas, más rolas que el ajiaco santafereño y una bacterióloga paisa bien raizal, que por ser la de más tiempo en el hospital llevaba la batuta de la casa y dictaba las necesarias normas de convivencia. El cupo restante pronto seria llenado.
Durante nueve meses conviví en esa casa con un grupo cambiante de jóvenes profesionales llenos de expectativas que llegamos a ejercer nuestras profesiones con el entusiasmo de la primera vez y que fuimos marcados de alguna forma por la preciosa tierra llanera.