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sábado, 27 de febrero de 2016

De las costumbres no muy acostumbradas.


Parece increíble que los seres humanos seamos tan iguales en nuestro código genético y tan diferentes en nuestros códigos sociales. A esta conclusión llegué recientemente luego de observar el comportamiento social y el acatamiento de normas que tenemos colombianos y extranjeros durante las fiestas de carnaval. 
Los colombianos por ejemplo sufrimos de lo que se conoce como pena ajena. Nosotros no bailamos ritmos desconocidos ni por plata. En cambio, nuestros visitantes sin el menor asomo de vergüenza intentan con total fracaso seguir los pasos de sus pares caribeños. Causa hilaridad ver como con pose para bailar vals tratan de seguir el ritmo de una champeta y de imitar la cadencia pélvica que tienen los nativos.
A diferencia nuestra, estos gringos no conocen la pena ajena ni les preocupa el qué dirán.
Reunidos en grupos pequeños, en su mayoría jóvenes se divierten sin importar que los vean de presencia un tanto maltrecha y fumando un tabaco de marihuana Santa Marta Golden. Pero el punto que establece notorias diferencias entre colombianos y extranjeros es el relacionado con la frecuencia del baño y el uso de desodorante. Estos jóvenes europeos que poco se bañan y no usan desodorante se convierten en un “Pepe le pew” viviente. La fusión del olor a marihuana con los almizcles personales resulta en un “aroma” repelente que espanta a las nativas interesadas en el mestizaje.
Esta vivencia me recordó una experiencia vivida con una colega procedente de las tierras del seductor Pepe.
Resulta que un intercambio trajo al hospital infantil San Francisco de Paula una estudiante procedente de "La France". Alta, delgada, con genuinos cabellos dorados y ojos claros de mirada esquiva tenía un andar tan desgarbado que los bellos atributos inicialmente mencionados quedaban un tanto eclipsados. 
Quizás por la barrera del idioma o tal vez acatando recomendaciones de sus mentores, la estudiante francesa se veía concentrada en su aprendizaje y poco o nada atendía a sus pares costeños interesados en establecer lazos de fraternidad con una nativa de la ciudad luz. 
Con la ayuda de una compañera de internado y mi tradicional estilo, descrito como nadaito de perro, invitamos a la francesa a bailar. 
El lugar no podía ser otro que Lime Light, por aquellos tiempos la discoteca más famosa del Caribe. El transporte, el Renault 4 de Piter. La mejor pinta para estar en sintonía con los otros asistentes y a conquistar la Galia cual Julio Cesar. 
Desde el mismo momento en que la recogimos debí intuir que la cosa no sería fácil. Lucía la misma pinta del hospital, pero sin bata y con una cola de caballo. Sin embargo, un alegre saludo con doble beso en la mejilla vaticinó mejores cosas. Lo que importa es la personalidad, me dije. 
Lime Light era un hervidero, en las pistas atiborradas, la gente bailaba los éxitos del momento. Para no molestar a nuestra invitada deje pasar la tanda de bailables. Esperé la música anglo en donde debía sentirse más cómoda. 
Llegó el momento, la música sonaba con todo el poder, la tomé de la mano y nos deslizamos hasta la pista principal. Marie se veía transformada, reía y se movía con facilidad en medio de los otros bailadores. De pronto, el ritmo cambió a una melodía rápida y pegajosa, la francesita emocionada levanta los brazos y hubo pánico en la pista. Un característico y penetrante olor emanó de sus axilas. Los asistentes crecimos viendo un comercial que decía "de que se pega, se pega" prácticamente quedamos solos en la pista. 

Nunca había querido estar tan lejos del mundo desarrollado como en ese instante. La falta del desodorante anulaba de un tajo mi ánimo conquistador. Con los ojos vidriosos y sin respirar la volví a tomar de las manos y la saqué de la discoteca. Inventamos un cuento y la devolvimos a su casa. Concluí que las diferencias genéticas entre nativos y extranjeros pueden ser pocas, pero para aguantar el "aroma natural" de otra persona se necesitan ciertas costumbres que la amiga europea no acostumbraba. 

viernes, 19 de febrero de 2016

Claves de seguridad

Presento de antemano mis sinceras excusas a los amigos dedicados a la informática. Escribo esta nota sin ánimo camorrero. Este comentario lo hago con el mejor sentido "altruista", dirigido a disminuir el consumo nacional de claves de seguridad para acceso a los sistemas de las empresas. Así es, mis amigos informáticos: si no tomamos cartas en el asunto, se acabarán las claves de seguridad y el país se verá obligado a, por ejemplo, importar claves, perjudicando la ya maltrecha balanza nacional de importaciones y exportaciones. 

Para los que todavía no captan el mensaje para los amigos informáticos, me refiero a que estoy preocupado porque cada mes tengo que cambiar las claves de seguridad para acceder a los computadores de los sitios en donde trabajo. En realidad, el término preocupado es un cordial eufemismo - lo que estoy es mamado de cambiar claves todos los meses por "razones de seguridad".

Tal vez ingenuamente me pregunto: ¿para qué tantas claves y tantos recambios? ¿Será para que no se roben una historia clínica digital? Entonces viene la pregunta obvia: ¿es necesario robar una historia clínica? La respuesta a esta última pregunta es un no rotundo. Las historias pululan por todas partes. Recuerden ustedes que para el más mínimo trámite en salud exigen la historia impresa - para luego ni mirarla. Las historias quedan por allí sueltas, sin doliente, a merced de todo aquel que quiera leerlas. Por otro lado, los pacientes le cuentan a todo el mundo lo que tienen. Tome asiento por un rato en una sala de espera y verá, o mejor dicho, oirá a todos los presentes contarse sus achaques sin el menor temor.

Mis amigos informáticos dicen que los hackers aprovechan cualquier oportunidad para robar información y así meter sus narices - o mejor, sus manos - en las cuentas de los hospitales. Puede ser. Pero si se trata de hospitales, esos hackers lo que van a encontrar es cuentas por pagar y saldos en rojo - como si no estuviera suficientemente clara la situación económica de nuestros hospitales.

El hecho es que, con el amenazante argumento aquel de "por razones de seguridad", se dispara una paranoia colectiva que obliga a cambiar las claves con toda clase de enrevesadas condiciones: combinaciones múltiples de mayúsculas con minúsculas, combinación de números con letras, tantos caracteres, etc, etc. Se vuelven tan "seguras", que no hay manera de recordarlas, lo que obliga a sacar otra y otra. Como la dichosa clave no debe olvidarse, toca echar mano de los cumpleaños, fechas especiales, nombres de los hijos, etc. Igual son agotables. Ya va tocar usar nombres de novias o sus teléfonos, y eso sí puede poner en peligro la seguridad nacional. Se acaban las claves, se los aseguro, y en ese momento tendremos verdaderos problemas de seguridad.


sábado, 13 de febrero de 2016

Se buscan referentes para la profesión.

En busca de respuestas para resolver el problema de elegir la mejor opción profesional, mi hija preguntó cuáles fueron mis razones para estudiar medicina.   No hay pregunta más difícil de responder que esa. En secreto pienso que para muchos bachilleres las matemáticas son la razón principal para escoger una carrera. Para los hábiles con los números que entienden cómo X es igual a Y, las ingenierías son su destino. Para los que todavía hoy no entendemos por qué la X y la Y pueden ser iguales, queda la opción de las humanidades. Para aquellos con familiares ejerciendo la carrera tomar la decisión puede ser más fácil. Algunas veces, sin haber cursado el primer semestre, el futuro profesional sabe que especialidad ejercerá pues pertenecen a familias dedicadas a una rama de la profesión que conoce las necesidades del mercado. Para muchos otros bachilleres no hay referentes que señalen el camino.
Buscando una respuesta que iluminara a Laura en su encrucijada, recordé un concurso ganado con lo que a la postre seria mi primer referente médico, les contaré. A los doce años la diversión estaba reducida a ver Ultraman y Plaza Sésamo. Después de la seis de la tarde, cuando no se podía jugar bola'etrapo, había que distraerse haciendo crucigramas, leyendo paquitos y revistas. Esos pasatiempos me llevaron a tener el conocimiento para ganar un concurso en la radio. Resulta que los domingos por la mañana, Oswaldo Sampayo Cobo conducía un programa de variedades donde hacían preguntas al público. El reto del programa no era responder las preguntas de Sampayo, era conseguir el tono para hacer la llamada y luego que te contestaran. Insistí varias mañanas de domingo. Los crucigramas de Mac en El Espectador y la lectura de Selecciones mejoraban mis conocimientos escolares. Finalmente, un domingo de tantos entró la llamada. Estaba solo, mi mamá y mi papá no me acompañaban en la aventura radial. A un concursante en turno le preguntaron ¿cuál es el hueso del talón? La respuesta fue rápida, el fémur. Más rápido cayó la cortina musical indicadora de respuestas incorrectas. Seguía yo, repitieron la pregunta que contesté con mi reconocida timidez, el calcáneo. ¿Está seguro? un silencio infinito me congeló, pero dije sí. Del otro lado de la línea Sampayo me felicitó y anunció el premio, cinco litros de gaseosas Postobón. Ahora suena insignificante, pero para el momento debutaban en Colombia.

Hoy, cuarenta años después, la charla con Laura me mostró que los acertijos de Mac y la sección “Yo soy el hueso de Juan” de la inolvidable revista Selecciones del Reader`s Digest fueron mis primeros referentes en la medicina. 

sábado, 6 de febrero de 2016

El lejano y perdido reino de Perdalia



Lo recuerdo perfectamente, me parece sentir en las manos el peso ligero de aquel "paquito" de Walt Disney, leído a hurtadillas en la librería Nacional de la calle 72 con carrera 48. Tendría unos diez años cuando al leer el hoy llamado cómic o historieta, me enteré de la existencia del lejano y perdido reino de Perdalia. El trío de los cortapalos Hugo, Paco y Luís acompañados por sus peculiares tíos, descubrieron esté reino luego de buscar en toda patolandia el centavo de la suerte perdido inexplicablemente por el tío Rico. Encontraron que a Perdalia llegaban las cosas perdidas en el resto del mundo habitado. Las razones por las cuales los objetos extraviados llegaban a ese reino no eran bien claras. Seguramente el hecho de que Pete el negro fuera el Rey del no muy conocido reino ya dejaba algunas dudas y podía suponer algunos mecanismos.
El cuento viene a que debo tener algún súbdito del reino de Perdalia habitando en mi casa o muy cerca de ella. La afirmación viene porque todas las mañanas se pierden artículos justo cuando se necesitan y más afanado estas para salir. Ejemplos puedo citar por montones la peinilla dejada en su "sitio" el día anterior, las llaves del carro, el maletín, las gafas que se quedaron ayer sobre la mesa de noche, el recibo de consignación dejado en el escritorio, el pasaporte cuidadosamente guardado quién sabe dónde y así muchas más. Por supuesto no soy la única víctima de los esbirros de Pete el negro. Mis hijos buscan, maletines, cuadernos, medias, billeteras, cosmetiqueras, de todo hasta el teléfono celular que no lo sueltan ni a sol ni a sombra. Ni hablar de los objetos de temporada que se guardan en un cuidadoso lugar de la casa. Al llegar el momento de usarlos no aparecen, que dónde quedó el pesebre, que las luces de Navidad, que las marimondas del carnaval, etc, etcétera.
Sin embargo, no hay mal que dure cien años. La familia de mi esposa le tiene la contra a los hábiles súbditos del sospechoso reino. Cada vez que se pierde algo de importancia y que debe ser encontrado rápidamente, mi suegra le amarra un dedo a una imagen de San Antonio y procede a buscar el objeto desaparecido. No me creerán, pero el objeto buscado aparece con el mismo misterio en que desapareció en un tiempo tan breve que nunca he necesitado llamar a los cortapalos.