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domingo, 31 de enero de 2016

El primer encuentro con el cine.

Hace unos días mis amigos cinéfilos comentaban sus primeras experiencias con el cine europeo, la amena y erudita charla me transportó al primer encuentro con el séptimo arte. Debido a la espartana austeridad de mi madre y sus costumbres parroquiales el hábito del cine llegó por influencia externa. La mano de José, miembro de la familia por quien sabe cuál vericueto generacional, me llevó al teatro Colón. A mis ocho años era, sin temor a equivocarme, la primera vez que mi madre permitía a uno de sus polluelos salir de debajo de sus enaguas.
El Colón situado cerca de la casa paterna, en la esquina de Líbano con la calle del Sello, fue escogido para el debut cinematográfico. Diseñado y construido en 1946 por el arquitecto cubano Manuel Carrerá en el estilo Art Deco, El Colón era símbolo del buen gusto y pujanza de los barranquilleros de ese momento.  Sin embargo, para cuando se produjo mi encuentro con el séptimo arte, al teatro se le notaban las dificultades para conservar el estilo de su fina estirpe.

Como dictaban las costumbres del momento, los niños eran llevados al cine en el horario de la matinée. Daba la bienvenida al recinto un pesado cortinaje de color solo definible por seres con carga genética femenina. Azules, verdosas o una mezcla de las dos, en todo caso hacían juego con el color de la silletería que forrada en cuero duro no presentaba el confort de las de hoy, era imposible dormirse.
La película escogida para mis inicios en las artes cinematográficas fue producida por los maestros del cine mejicano. No recuerdo su nombre, era una cinta en colores protagonizada por los comediantes Viruta y Capulina. El tradicional humor blanco de situaciones jocosas y sin obscenidades característico de estos personajes me mostró por primera vez las maravillas del cine. No recuerdo la trama de la película, tampoco si comí crispetas o gaseosa, solo recuerdo que reí todo el tiempo.
Por una razón que no conozco en el Colón se prefería el cine mejicano. El Santo, Blue Demon, Cantinflas y Capulina fueron los protagonistas de mis primeras películas. Como muchos colombianos, conocí la rica cultura mejicana a través de sus películas y sus canciones. Hoy, estas letras me hacen notar que el teatro Colón y las películas mejicanas corrieron una suerte similar, el deterioro y el olvido. Sin embargo, viven en los recuerdos de los que gozamos sus épocas de esplendor.

lunes, 11 de enero de 2016

Las jugadas de la memoria

Una solitaria mañana de domingo entraba al pabellón hospitalario de la clínica donde trabajo cuando de golpe y porrazo me encontré con una dama de sonrisa alegre que extendiendo su mano y sin dudarlo saluda por mi nombre. Los buenos reflejos que aún tengo permitieron sostener la sonrisa, saludar con una denominación genérica y estrechar la mano con energía mientras mi cerebro en modo dominguero terminaba de despertar y trataba de recordar con quién hablaba. Mi memoria tiene fama de ser buena, pero en cuestión de nombres las experiencias no son las mejores. Todavía recuerdo cómo desatendí el primer tiempo del partido de eliminatorias Colombia-Paraguay tratando de recordar a un personaje que me saludó entrando al estadio. Solo en el entretiempo recordé que era el dueño de una farmacia en Arauca donde hice el rural.
La mujer preguntó por mi esposa y mis hijos sin llamarlos por sus nombres, luego no era tan cercana. De sus maneras podía inferir que no era médico, pero podía pertenecer a la industria farmacéutica. Recordé aquel pasaje de la novela El jugador en donde Dostoievski menciona que hablar del clima es una buena forma de romper el hielo. Pues también los nuevos trancones en Barranquilla, las peripecias de Santos, cualquier tema servía para hablar en genérico mientras mi cerebro lograba zafarse de las garras del conocido "alemán"
Para peor de mis males la soledad de la clínica no permitía usar el viejo y conocido truco de presentarla al primero que saludara para escuchar su nombre. La situación ya se tornaba difícil, los temas genéricos rápidamente se agotaron y yo en cero. Mi interlocutora no tardó en detectar mi laguna mental que en el momento estaba convertida en océano. Preguntó con la misma espontaneidad con la que me saludó.
- ¿No recuerdas mi nombre? -
Me sentí como los estudiantes que se quedan en blanco durante un examen oral. La respuesta correcta era no me acuerdo del nombre, ni cómo te conocí, ni qué haces, ni nada. Que papelón, todas las opciones para salir del entuerto pasaron por mi mente, estaba entre la espada y la pared. Pasamos de la amena charla genérica al silencio inútil, no sabía que inventar, recordé otra vez al estudiante presentando examen final oral y necesitando nota. No me quiero imaginar la cara que hice, pero ella dibujo una risita malévola en su cara.

- Te voy a dejar con la intriga - y se fue tal como apareció.

sábado, 2 de enero de 2016

Las fotos del álbum

La sabiduría popular dice que debemos aprender de nuestros errores y aceptar cuando nos equivocamos. El cuento viene a que siempre fui reacio a posar para fotos. Razones no tengo concretas, quizás por lo poco fotogénico, quizás por mí resistencia a la farándula, en todo caso con relación a las fotos prefiero tomarlas y no salir en ellas. Pero algunas circunstancias recientes me hacen caer en la cuenta de la importancia de tomar fotos y salir registrado en ellas, no importa lo poco fotogénico.  En estos últimos años las reuniones de egresados de universidad y colegio, desempolvaron fotos de álbumes guardados en viejos y olvidados anaqueles. Estas fotos se convirtieron en el combustible para encender la máquina del tiempo. Resultó en una amalgama justa de nostalgia y de humor que le dio vida a los encuentros.
Las fotos son un documento inigualable para registrar el paso del tiempo. Quedan para la posteridad las modas en el vestuario, los cortes de cabello, el tipo de maquillaje, los accesorios, todo lo registrado nos evoca una historia, un momento, una época. No solo por los protagonistas de la foto, también por el entorno, la locación nos trae recuerdos. Total, si no sales en las fotos te pierdes de hacer parte de la historia gráfica. Y aquí resulta otra diferencia entre el arte y las circunstancias de tomar fotos a la antigua y el método actual con aparatos digitales. Las fotos de papel se sabe dónde están, álbumes, cajas dentro de un clóset hasta debajo de un colchón. Al verlas se pasan de mano en mano, se palpan, se disfrutan. En cambio las fotos actuales reposan en memorias USB y demás aparatos electrónicos que no se sabe si funcionarán o donde estarán cuando sean requeridos. Porque la gracia de ver fotos es cuando ya no valen las circunstancias en que fueron tomadas, lo importante es el recuerdo. Y del anterior comentario se desprende otro aspecto. Las tomas actuales se eliminan con facilidad cuando no gustan y no lucimos como deseamos, con un click basta para desecharlas. Se pierde la naturalidad. Las fotos viejas quedan y hasta el negativo sirve para rescatar esa imagen que nos muestra tal como somos, al natural, sin retoque, sin Photoshop. De manera que estas últimas producen risa, nos arrancan una lagrima, son las fotos que hacen historia.
Sinceramente quiero equivocarme pero el pronóstico es que las reuniones de egresados y las visitas de familiares en los años venideros serán muy aburridas por la ausencia de las fotos del álbum.