Los años.
Con el ánimo de producir sonrisas un amigo preguntó por la definición de persona joven. La respuesta es un tanto inesperada pero se ajusta a la realidad. Joven es aquella persona con diez años más o menos que tú. Aunque el apunte tiene un propósito humorístico, la respuesta induce profundas reflexiones. Percibir y asimilar el transcurrir de los años debe ser un acto de ocurrencia natural, finalmente nunca dejamos de envejecer. Sin embargo, el paso de los años no se asume con la naturalidad requerida. Se prefiere ignorar el inevitable paso del tiempo y mantenerse en un estado de juventud eterna.
Obviamente algunos hitos de la fisiología humana y del desarrollo social sirven como puntos de reparo para separar las etapas del crecimiento y mostrar el paso de la vida. Algunos ejemplos sencillos nos recuerdan esos momentos de cambio, el desarrollo sexual, la puntualísima presbicia, la celebración de los quince años, recibir el grado del colegio o de la universidad son eventos relevantes que marcan fin e inicio de las etapas. Pero fuera de esos hechos relevantes y quizá algún otro evento olvidado a propósito, el resto de la vida transcurre sin mayores sobresaltos en un estado de juventud permanente. Del inexorable envejecimiento solo tenemos noticia cuando tomamos perspectiva y en ese instante es cuando caemos en la cuenta, me estoy poniendo viejo.
La toma de perspectiva se produce cuando se viven ciertas situaciones que nos abren los ojos, momentos en donde percibimos que el tiempo pasa. Cuando los amigos dejamos de encontrarnos en bares y clubes nocturnos para comenzar a encontrarnos en las reuniones de padres de familia, después en los grados y en los matrimonios de los hijos. El inevitable paso del tiempo nos lleva entonces a las funerarias, para acompañar a los amigos en la despedida de los padres y después con cada vez mayor frecuencia a nuestros propios amigos.
Estos trascendentales momentos reveladores del transcurrir de la vida afortunadamente no son tan usuales. La cotidianidad, en cambio, nos presenta situaciones de aspecto trivial que recuerdan la marcha ineluctable de los años. El próximo viejo de la familia se anuncia con frases bien reconocidas. "Ya las cosas no son como antes" "cómo pasa el tiempo de rápido" "ya los estudiantes no son como antes". La sociedad también empieza a reconocer el impacto de los almanaques. Por ejemplo cuando el empleado del banco te invita a tomar la cola reservada para los clientes de la tercera edad. Que decir cuando la jovencita de falda inusualmente corta, tacones altos y mirada coqueta se acerque a usted y sin pudor le dice: señor, mejor siéntese usted. El paso del tiempo se ve hasta en la forma de prepararse para un viaje. Aquellos que no olvidan empacar en su maleta whisky y preservativos deben ser unos años menores que aquellos que se acompañan con un buen libro y estos a su vez menores que aquellos que viajan con el botiquín de “ANTIS”, antihipertensivos, antidiabéticos, anti ulcerosos, anti anginosos, antidiarreicos y hasta algún anti envejecimiento.
Con el ánimo de producir sonrisas un amigo preguntó por la definición de persona joven. La respuesta es un tanto inesperada pero se ajusta a la realidad. Joven es aquella persona con diez años más o menos que tú. Aunque el apunte tiene un propósito humorístico, la respuesta induce profundas reflexiones. Percibir y asimilar el transcurrir de los años debe ser un acto de ocurrencia natural, finalmente nunca dejamos de envejecer. Sin embargo, el paso de los años no se asume con la naturalidad requerida. Se prefiere ignorar el inevitable paso del tiempo y mantenerse en un estado de juventud eterna.
Obviamente algunos hitos de la fisiología humana y del desarrollo social sirven como puntos de reparo para separar las etapas del crecimiento y mostrar el paso de la vida. Algunos ejemplos sencillos nos recuerdan esos momentos de cambio, el desarrollo sexual, la puntualísima presbicia, la celebración de los quince años, recibir el grado del colegio o de la universidad son eventos relevantes que marcan fin e inicio de las etapas. Pero fuera de esos hechos relevantes y quizá algún otro evento olvidado a propósito, el resto de la vida transcurre sin mayores sobresaltos en un estado de juventud permanente. Del inexorable envejecimiento solo tenemos noticia cuando tomamos perspectiva y en ese instante es cuando caemos en la cuenta, me estoy poniendo viejo.
La toma de perspectiva se produce cuando se viven ciertas situaciones que nos abren los ojos, momentos en donde percibimos que el tiempo pasa. Cuando los amigos dejamos de encontrarnos en bares y clubes nocturnos para comenzar a encontrarnos en las reuniones de padres de familia, después en los grados y en los matrimonios de los hijos. El inevitable paso del tiempo nos lleva entonces a las funerarias, para acompañar a los amigos en la despedida de los padres y después con cada vez mayor frecuencia a nuestros propios amigos.
Estos trascendentales momentos reveladores del transcurrir de la vida afortunadamente no son tan usuales. La cotidianidad, en cambio, nos presenta situaciones de aspecto trivial que recuerdan la marcha ineluctable de los años. El próximo viejo de la familia se anuncia con frases bien reconocidas. "Ya las cosas no son como antes" "cómo pasa el tiempo de rápido" "ya los estudiantes no son como antes". La sociedad también empieza a reconocer el impacto de los almanaques. Por ejemplo cuando el empleado del banco te invita a tomar la cola reservada para los clientes de la tercera edad. Que decir cuando la jovencita de falda inusualmente corta, tacones altos y mirada coqueta se acerque a usted y sin pudor le dice: señor, mejor siéntese usted. El paso del tiempo se ve hasta en la forma de prepararse para un viaje. Aquellos que no olvidan empacar en su maleta whisky y preservativos deben ser unos años menores que aquellos que se acompañan con un buen libro y estos a su vez menores que aquellos que viajan con el botiquín de “ANTIS”, antihipertensivos, antidiabéticos, anti ulcerosos, anti anginosos, antidiarreicos y hasta algún anti envejecimiento.