Translate

lunes, 20 de julio de 2015

Los años

Los años.
Con el ánimo de producir sonrisas un amigo preguntó por la definición de persona joven. La respuesta es un tanto inesperada pero se ajusta a la realidad. Joven es aquella persona con diez años más o menos que tú.  Aunque el apunte tiene un propósito humorístico, la respuesta induce profundas reflexiones. Percibir y asimilar el transcurrir de los años debe ser un acto de ocurrencia natural, finalmente nunca dejamos de envejecer. Sin embargo, el paso de los años no se asume con la naturalidad requerida. Se prefiere ignorar el inevitable paso del tiempo y mantenerse en un estado de juventud eterna.
Obviamente algunos hitos de la fisiología humana y del desarrollo social sirven como puntos de reparo para separar las etapas del crecimiento y mostrar el paso de la vida. Algunos ejemplos sencillos nos recuerdan esos momentos de cambio, el desarrollo sexual, la puntualísima presbicia, la celebración de los quince años, recibir el grado del colegio o de la universidad son eventos relevantes que marcan fin e inicio de las etapas. Pero fuera de esos hechos relevantes y quizá algún otro evento olvidado a propósito, el resto de la vida transcurre sin mayores sobresaltos en un estado de juventud permanente. Del inexorable envejecimiento solo tenemos noticia cuando tomamos perspectiva y en ese instante es cuando caemos en la cuenta, me estoy poniendo viejo.
La toma de perspectiva se produce cuando se viven ciertas situaciones que nos abren los ojos, momentos en donde percibimos que el tiempo pasa. Cuando los amigos dejamos de encontrarnos en bares y clubes nocturnos para comenzar a encontrarnos en las reuniones de padres de familia, después en los grados y en los matrimonios de los hijos. El inevitable paso del tiempo nos lleva entonces a las funerarias, para acompañar a los amigos en la despedida de los padres y después con cada vez mayor frecuencia a nuestros propios amigos.
Estos trascendentales momentos reveladores del transcurrir de la vida afortunadamente no son tan usuales. La cotidianidad, en cambio, nos presenta situaciones de aspecto trivial que recuerdan la marcha ineluctable de los años. El próximo viejo de la familia se anuncia con frases bien reconocidas. "Ya las cosas no son como antes" "cómo pasa el tiempo de rápido" "ya los estudiantes no son como antes". La sociedad también empieza a reconocer el impacto de los almanaques. Por ejemplo cuando el empleado del banco te invita a tomar la cola reservada para los clientes de la tercera edad. Que decir cuando la jovencita de falda inusualmente corta, tacones altos y mirada coqueta se acerque a usted y sin pudor le dice: señor, mejor siéntese usted. El paso del tiempo se ve hasta en la forma de prepararse para un viaje. Aquellos que no olvidan empacar en su maleta whisky y preservativos deben ser unos años menores que aquellos que se acompañan con un buen libro y estos a su vez menores que aquellos que viajan con el botiquín de “ANTIS”, antihipertensivos, antidiabéticos, anti ulcerosos, anti anginosos, antidiarreicos y hasta algún anti envejecimiento.


El susto infantil, ocurrió así

Dormía profundamente, al buen hábito de dormir que por herencia me venía se adicionaba el cansancio producto de un viaje largo. Corría con mi papá por el bosque de aguacateros contiguo a la casa de la tía Magola. El tío Eliecer bajaba deliciosos aguacates para el almuerzo. En medio de tan dichoso placer un lúgubre y penoso ruido amenazaba mi tranquilidad. Se escuchaba fuerte pero intermitente semejaba el lamento de un lobo. El tétrico sonido aumentaba en intensidad como acercándose al lugar donde dormía, me desperté.
El azaroso despertar fue acompañado con una transitoria pérdida de ubicación. No reconocí el lugar donde dormía. Un tenue sol de otoño que se filtraba por la ventana indicaba que la tarde ya estaba de salida. La luz y el silencio llevaron tranquilidad a mi corazón, estaba soñando, estoy en Miami, que puede pasar.
Sin cumplir aun los nueve años la tía Magola dispuso que debía pasar mis primeras vacaciones en los Estados Unidos. Esa tarde había llegado con mi papá. 
Silencio, no hay nadie, me dejaron solo, sin moverme del sofá en donde estaba, agucé el oído. De pronto, otra vez el lamento se escuchó en toda la estancia, temblaba de miedo, no era un sueño. Nunca había oído ese ruido en mi vida. Pero no debía asustarme, en escasas seis horas ya había visto tantas cosas. Todo lo que veía lucía nuevo, los tamaños eran simplemente apabullantes. Salir del avión por un gate desplazado hasta la puerta, las maletas salían por una cinta mecánica, aviones de todos los tamaños en un aeropuerto que no parecía tener final. Si el aeropuerto me había sorprendido, la ciudad no era inferior. Para esa época en Barranquilla el único puente que había era el de la avenida Olaya Herrera sobre la calle 48 o arroyo de felicidad. Recuerdo perfectamente que experimentar el vacío al bajar aquel pequeño puente era la emoción más extrema que se podía vivir en Barranquilla por esos años. La diferencia era arrolladora. Puentes de varios carriles, cruzando unos sobre otros, vías extraordinarias. En Miami no hay de qué preocuparse.
El lúgubre lamento volvió a escucharse en toda la casa, parecía venir del patio de la casa. Mi joven imaginación creaba todo tipo de causas para el infernal ruido. No me quedaría un minuto más en la casa. Además, el tiempo pasaba y la luz se hacía cada vez menor.
El bosque vecino que a mi llegada parecía muy divertido de explorar, en este momento se me antojaba aterrador. En un intento de adquirir seguridad le puse seguro a la puerta de vidrio que daba al patio y al bosque. En la calle no se veía un alma. Parecía un pueblo desierto, no caminaba nadie, ni carros, que desespero. En Barranquilla ya estaría todo el mundo en la calle con ese ruido. Cuando todo parecía calmarse, el ruido pareció producirse dentro de la casa. No me voy a quedar para saber que produce el ruido. Corrí, corrí y corrí, la puerta de los vecinos parecía del otro lado del mundo, que Miami ni que nada, yo me regreso a Barranquilla.
Temblando de miedo y casi sin poder hablar llegué a la casa de los vecinos que me habían presentado al momento de mi llegada. Los San Juan era una queridísima familia de cubanos, como la mayoría de los que habitaban en Hialeah, que fueron vecinos de la tía toda la vida. Urbano y Gladys se preocuparon al verme entrar de sopetón y con la cara de susto que debía llevar. Traté de explicar que mientras dormía un lobo hacia un sonido horrible o mejor dicho que había un ruido en el bosque o en el patio. No sabía cómo explicar el ruido. En ese momento el lamento tétrico no se oía, pero yo no estaba dispuesto a volver a la casa ni de vainas. Yo, capitán vitalicio del equipo de los cagaos ni amarrado volvía. Me miraron con incredulidad, Urbano salió para la casa armado con su puro habanero y una sonrisa que me produjo seguridad. Estamos en Miami, no pasa nada.
No alcanzó a salir de la casa cuando el ruido se escuchó perfecto en la terraza. Los veía a la cara, ni se inmutaban, parecía que no escuchaban el ruido, yo no me lo inventaba. Urbano se percató y se acercó condescendiente, había entendido mi susto. El ruido que me tuvo en vilo y que nunca olvidaría hasta hoy, era producido por el pito de los múltiples trenes que atraviesan una ciudad moderna.
En nueve años de vida podía resumir mi experiencia con trenes en dos. El primero la canción que dice Santa Marta tiene tren y no tiene tranvía y el segundo una foto con la pequeña y vieja locomotora que estaba de recuerdo en Puerto Colombia y que por supuesto nunca le había escuchado el pito. De manera que por cuenta de la inoperancia de múltiples gobiernos, los colombianos no tenemos experiencia con el uso del tren y al paso que vamos seguiremos así muchos años más.
Les cuento que tengo una impagable deuda de gratitud con los San Juan. El anécdota era para contarlo a todo el mundo y tomarme el pelo por muchos años, pues no. Nunca lo contaron, no le dijeron nada a mi papá ni a la tía, se guardaron mi susto infantil que solo se reveló en estas líneas.

jueves, 2 de julio de 2015

Mercado del Usado


Hace algunos años un buen amigo afirmaba que el mercado del usado estaba difícil, que había mucha competencia, que en general las condiciones eran muy exigentes. Al principio quedé un tanto confundido, a que se refería mi colega con la frase mercado del usado. La respuesta no se hizo esperar, luego de su reciente divorcio, mi amigo había leído todo sobre la separación y los divorciados. La conclusión derivada de la conversación fue que los hombres separados la tienen difícil cuando se trata de buscar una nueva pareja estable.
Sin embargo y aunque mi opinión puede ser invalida por no haber vivido la experiencia de la separación, voy a tomar una licencia y plantearé algunos aspectos favorables de los hombres separados cuando se trata de buscar una pareja.
Las virtudes de los hombres que hacen parte del grupo de los usados son múltiples y le van a evitar muchas molestias a sus parejas. Por ejemplo un soltero no sabe cómo disponer de las uñas cuando se las cortan, las mamás no enseñan eso ni ellos lo quieren aprender. Pero un hombre que ya ha pasado por la escuela del matrimonio sabe que cuando se corta las uñas en la cama, debe cuidadosamente recogerlas y depositarlas en el baño.
Otra virtud de este tipo de hombres es que ya sabe hacer compras, usted solo tiene que darle la lista y él sabrá todo lo que debe hacer. Algunos más evolucionados optan por darle sendas tarjetas débito y crédito a su pareja para que haga las compras sin problemas de liquidez.
No existe prueba de cambio en la conducta más reveladora que aquellas relacionadas con las costumbres íntimas. Los solteros no se preocupan cuando dejan pelos en el jabón, no suben el bizcocho al orinar ni bajan con regularidad la cisterna, se bañan y deja empapado todo el recinto, dejan tirada la ropa sucia, no usan ambientador en el post evacuación para disfrutar de su "aroma" particular.

De los indómitos solteros no puedo mencionar otras cosas por estar domesticado hace veinte años. De los casados en cambio puedo decir que aprendemos rápido a quitarles los pelos al jabón, a levantar el biscocho para no mojarlo mientras orinamos o seguimos el ejemplo del Dr. Juvenal Urbino que prefirió orinar sentado para evitar problemas con Fermina.
No se molesten en preguntar por el estado civil de un hombre a quien vean entrando al baño armado con un ambientador. Lleva varios años de matrimonio y ha sido totalmente domesticado. Este hombre no deja periódicos ni revistas tirados en la cama. Es incapaz de dejar ropa regada por el suelo.
Mis queridas amigas solteras en trance de búsqueda de una pareja adecuada, los límites del proceso de amansamiento son insospechados, busca un usado podrías llegar a encontrar uno que tienda la cama, prepare teteros o inclusive sea capaz de ceder el control del televisor.

Recuerdos futboleros

"Con la edad se recuerdan perfectamente cosas que nunca ocurrieron" esta paradójica frase se la escuché a Don Juan Gossaín cuando hacia algunos comentarios sobre la memoria. Ahora que escribir remembranzas se ha convertido en un agradable pasatiempo, la frase de Don Juan asalta mi pensamiento a todo momento.  No quiero ser tildado de desmemoriado ni que algún recuerdo pierda credibilidad por un dato inexacto. Esta preocupación aumenta cuando se trata de un tema con muchos adeptos como el fútbol. Deporte que apasiona, culpable inobjetable de muchas alegrías, tristezas y no pocas rabias. De manera que decidí escribir una colección de recuerdos ciertos en torno al fútbol, antes de que la edad ejerza su inexorable efecto sobre la memoria.
"En el principio era la radio y la radio estaba con nosotros" Quizás el recuerdo más lejano que tengo es con dos radios Philips. El uno en mi casa y el otro en casa de "Cuya" Illera y "Ñemo" Batlle primos de mi mamá que ejercieron las labores de los abuelos que no tuve.
Del radio de mi casa otro día les cuento porque en ese nunca escuché fútbol. Para aquellos años el fútbol solo se jugaba los domingos y ese día estaba religiosamente consagrado a visitar a doña Cuya. El radio de “Ñemo” ocupaba un puesto de privilegio
en una especie de terraza interna que registraba todo el acontecer de la casa. El Philips de cara blanca semejando una malla con un dial rojo, grande, redondo descansaba sobre una repisa que dominaba la estancia. Desde allí la narración vibrante y acalorada de Edgar “el negro” Perea acompañaba la tarde del domingo.
Para el momento de mis recuerdos ya el "negro" Perea había desbancado de la sintonía al primo Juancho Illera Palacio. La solidaridad con el primo no fue mucha o el "negro" narraba muy bien, lo cierto es que en donde Ñemo les gustaba oír a Perea.

Al instante se me vienen nombres a la cabeza, sin mencionar los años recuerdo a los brasileños Caldeira, Víctor Ephanor, Othon Da cuhna. Nombres sonoros que en la mente infantil quedaron registrados, Hermenegildo Segrera, Arturo Segovia, Heriberto Solis, Jesus el Toto Rubio que era calvo y otros más. La narración de Perea me transportaba al estadio, allí estaba sentado en la gradería, gritando, feliz. A través de los ojos del negro vi a Victor acariciar el balón, poner pases magistrales, driblar en una baldosa y cobrar sus tiros libres letales. Fui criado oyendo fútbol los domingos, sé lo que es imaginar la bola inflando la malla. Sin ofender a la tecnología, humildemente pienso que las jugadas imaginadas al oír una narración serán siempre más bonitas que las vistas en vivo.