Habían pasado casi siete años desde aquel 19 de junio cuando migré a la capital en busca de cumplir el sueño de ser especialista. La referencia era muy fácil de recordar, en esa fecha, durante el mundial de Italia 90, Colombia le empató al poderoso equipo alemán en el ultimo minuto, con una anotación de antología. En qué momento se pasaron siete años desde aquel gol de Rincon. Terminaban siete años de trabajo duro en búsqueda del crecimiento personal y académico. Hector Lavoe lo canta mejor, todo tiene su final.
En la vida todos los plazos se cumplen, sin excepciones los momentos llegan. En marzo de 1997, luego de recibir el grado de reumatólogo, había llegado la hora de escoger el mejor lugar para fundar una familia, para echar raíces, para ver crecer a unos hijos, para ejercer la profesión, para quién sabe que más cosas. Debía tomar una decisión correcta, Barranquilla o Bogotá, ese era el dilema, no podía fallar.
El escenario estaba complejo, en el país la guerrilla y los paramilitares se debatían por el poder en la Colombia rural. Masacres atribuídas a los unos o a los otros ocurrian aquí o allá diariamente. Mientras tanto, el presidente Ernesto Samper trataba a toda costa de sostener un mandato obtenido con la mancha del narcotráfico. Conclusión rápida, Colombia tuvo entre 1995 y 1999 la tasa de migración forzada mas alta de toda su historia (5,3 por 1000 habitantes)1
Bogotá en cambio, daba claros visos de recuperación. La cultura ciudadana de Antanas Mokus daba resultados y prometía mejorar con la elección de Enrique Peñalosa. Ni hablar del aspecto económico y laboral, en la capital ese problemita estaba resuelto, la oferta bogotana era seductora. Un contrato de ocho horas con el Instituto de seguros sociales y consulta en dos prestigiosos centros reumatológicos, hacían tentador el aspecto económico de la oferta. El trabajo ya consolidado de Maruja, el apoyo de mis suegros y la compañía de mis mejores amigos consolidaban la propuesta. El problema estaba en que la transformación de la capital requería tiempo y sacrificio. Una frase escuchada en algún momento a Piter resonaba en mi cabeza: “No quiero pasar la mitad de mi vida esperando que un semáforo cambie de rojo a verde” El trueque era economía boyante por calidad de vida.
Mientras tanto desde la tierrita jalaban la familia y la nostalgia. Los viejos y mi hermana necesitaban de un buen apoyo. Durante el último año de mi formación profesional tuve que desplazarme en dos ocasiones a Barranquilla. Mi hermana y don Camilo presentaron sendos problemas de salud que requirieron mi presencia para poder superarlos.
Por el otro lado, ver a Junior los domingos, gozar a plenitud del carnaval y tener a mi disposición la costa norte producían ese nostálgico olor de guayaba que todos los Caribes necesitamos para vivir. El problema, de nostalgia no vive el hombre. En ese par de viajes pude apreciar, de primera mano, que el regreso a la ciudad de mis amores no sería fácil.
La situación sociopolítica que se vivía en Curramba por esa época presagiaba dificultades al momento de encontrar un buen trabajo. Retornar a la Barranquilla de hoy puede ser un lujo, mucha gente lo quiere hacer, en 1997 era una locura. El enfrentamiento entre la clase política tradicional y el fortalecido movimiento ciudadano del inefable padre Hoyos, no dejaban prosperar a la ciudad. Para colmo de males la Ley 100, regidora del destino de la salud en el país, hacia agua por todas partes. Aunque el palo no estaba para cucharas, decidí probar suerte en la poco prometedora capital del Caribe.
Por aquellos días ya Camilo era parte importante de la familia y del presupuesto, de manera que antes de regresar debía asegurar la estabilidad de la frágil economía familiar. Para tal fin, Martha conservaría su trabajo en Bogotá, yo viajaba solo. Por otro lado, gracias al apoyo de Jose Felix Restrepo, compañero, amigo, profesor y colega, se programó en su centro una consulta semanal de reumatología cada mes. La semana bogotana cumplía entonces doble propósito, apoyar la frágil economía familiar y mantener la estabilidad conyugal de la joven pareja.
Finalmente, en mayo de 1997, armado con los cartones de internista y reumatólogo otorgados por la Universidad Nacional de Colombia, llegué a Barranquilla a probar suerte...
Adenda.
Decía Marco Tulio Cicerón que "Tal vez la gratitud no sea la virtud más importante, pero sí es la madre de todas las demás”. Otra frase pertinente en este momento para el tema de agradecimiento es un proverbio judío que dice “Quien da no debe acordarse; quien recibe no debe olvidar nunca.
Aprovechando estos dos sentencias quiero una rápida pero sentida mención de las personas que contribuyeron para que esos primeros seis meses en La Arenosa fuesen al menos provechosos.
Pedro Mullet Borja: Concedió vacaciones en el ISS de Endocrinología, Infectología, Medicina Interna.
Pedro Pinto Nuñez: Asignó un semestre de semiología en la Universidad del Norte
Jaime Mercado: Me prestó su consultorio sin ninguna contraprestación.
Wilson Tejeda Gomez: Sirvió como punto de contacto en las diferentes clínicas.
A todos ellos gracias.