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domingo, 16 de enero de 2022

Por sapo. Remasterizado

Se podría definir a la narrativa oral como el arte de contar cuentos, historias, vivencias o experiencias manteniendo al oyente cautivo y en expectativa. Siempre que reflexiono sobre la practica de este arte o que simplemente me encuentro en situación de contar una buena historia recuerdo a un colega, cirujano general  que en una tarde de playa, hizo gala de su arte narrativo al contarnos una experiencia vivida durante su periodo de entrenamiento.

Miguel estudió medicina en Rumanía durante el periodo final de la férrea dictadura, de corte estalinista, presidida por Nicolae Ceausescu. Durante los años 80, este país vivía momentos difíciles. La escasez de recursos y los conflictos internos presagiaban la caída del régimen comunista.

Una tarde, de esa peligrosa y confusa época, a Miguel se le ocurrió ir al cine. Decidió ir solo, su verdadera intención era relajarse del agobiante turno anterior y no tanto para  disfrutar una película.

Aunque ya era tarde, la cercanía del teatro le permitió caminar con tranquilidad hasta la entrada del viejo teatro. Una pequeña fila de silenciosos espectadores, presagio de una mal aforo, se desprendía de la puerta de la taquilla. Sin hacer preguntas nuestro amigo, tomo el último lugar de la fila. Miguel contaba que por esos días no se podía conversar con cualquier persona. No se sabía quién trabajaba para el régimen o para la oposición. De manera que una frase mal interpretada podía significar la deportación y ya faltaba poco para terminar la carrera.
Un par de minutos mas tarde, el último lugar de la fila fue ocupado por una bella joven, acompañada por un chiquillo de unos 4 años. Desde el mismo momento de su llegada la joven daba muestras de preocupación, miraba para todas partes mientras aspiraba un cigarrillo con avidez. El pelao jugaba con un popular osito sin preocupaciones. 
Al fin médico, Miguel comenzó a imaginarse el cuadro "clínico" de la "paciente". De unos 30 años, la joven podía calificarse con un diez en cuanto a sus atributos femeninos. Vestida con un elegante abrigo de piel que de inmediato la clasificaba como de estrato alto, parecía la mamá del muchachito y sin dudas estaba metida en problemas. 
Con el paso de los minutos las muestras de preocupación de la bella mujer se hacían mas notorias. A sabiendas de cuál seria su respuesta, Miguel no pudo resistir la tentación de ofrecer su ayuda. Un cortante pero cortés "nada que puedas resolver" salió sin remordimientos de los bien delineados y provocativos labios. Por sapo, pensó mi amigo y dándole la espalda siguió haciendo su cola. En la taquilla no se percibían movimientos tendientes a vender las localidades. Quizás pretendían tomarse algo de tiempo  para la llegada de más espectadores.
Solo pasaron algunos minutos desde el fallido intento de abordaje, cuando la fila comenzó a moverse. La venta de los tíquets produjo un aumento en las muestras de preocupación de la bella joven, esta vez fue ella quien abordó a mi amigo. Con un notorio cambio de actitud pero sin dudas muy angustiada, pidió que cuidara al niño mientras ella daba una mirada por los alrededores. Entregó unos billetes cuidadosamente doblados. El monto cubría el valor de cuatro entradas y sobraba para los dulces. La cuarta entrada indicaba que esperaba otra persona, ¿Quizás el padre del niño? 
Pactaron un  encuentro en el mezzanine del teatro antes del inicio de la película. Debía apurarse, la cola se acortaba rápidamente. Un algodón de dulce fue suficiente para mantener distraído al niño, mientras llegaban los padres. La película estaba por comenzar y estos nada que aparecían. Miguel nuevamente se reprochó, por sapo.
Finalmente, entró tarde a la sala por esperar la llegada de la pareja. Decidió tomar unas sillas al lado de la entrada para enterarse de su llegada, pero nada. En que lío se había metido.
El algodón de dulce, galletas y una bebida son suficientes para llenar el estómago de un niño y dejarlo dormido hasta nueva orden; menos mal, se dijo Miguel. Imagínense a ese muchachito despierto y preguntando por la mamá. 
Miguel no se enteró de la película, el tiempo pasaba y la joven y el supuesto acompañante no daban razón de vida. No tenía otro camino, debía avisar a la Policía. Menudo lío se le había armado, en estos regímenes totalitarios los agentes del orden podían ser un problema mayor. Para colmo de males, colombiano. A finales de los 80, ser colombiano, aún en la lejana Rumanía, tenía sus connotaciones. Solo, con el niño al hombro y con mil vainas en la cabeza se acercó a una patrulla de la Policía. 
Ser médico tiene sus ventajas y esta vez no fue la excepción. Miguel, el niño y el oso fueron llevados a una estación de policía cercana. Allí fue tratado de una manera condescendiente, escucharon su relato y lo dejaron en una sala de espera con el niño, aun dormido. Aunque se sentía tranquilo, recordaba la frase de su madre: "por la verdad murió Cristo", no podía dejar de mirar la puerta custodiada por un agente con apariencia de gorila y con cara de pocos amigos. A todas estas ya pasaba la media noche y necesitaba dormir, en la mañana había que ir al hospital.
De pronto el penetrante ruido de una alarma se sintió en la estancia. En medio del sueño reconoció a la joven de la taquilla que acompañada por más policías lo señalaba con ira. Miguel intentó incorporarse pero el gorila lo detuvo con un golpe seco. ¿Qué pasó? ¿En dónde estoy? Abrió bien sus ojos, reconoció el piso de su habitación, se había caído de su cama, el molesto ruido lo producía su despertador, todo había sido un sueño.