Una reciente experiencia vivida
durante el desarrollo de mí consulta me recordó una característica muy propia
de los habitantes del litoral Caribe, la irreverencia. Resulta que al momento
de hacer la entrevista me encontré con el muy llamativo y literario nombre de
Yocasta. De inmediato me pregunté cómo quedaría un nombre con semejante
abolengo bajo los efectos de la implacable costumbre de reducir o cambiar los
nombres propia de nuestra idiosincrasia. Para los habitantes del litoral caribe
los nombres que tengan más de dos sílabas son reducidos por decreto, de manera
que Yocasta se llama Yoca, Yoqui o alguna otra apócope similar capaz de revolcar
al pobre Sófocles en su tumba. Las contracciones de los nombres llegan a ser
tan familiares y tan usadas que literalmente hacen desaparecer el nombre de
pila. Tal es el caso de una compañera de la universidad que cuando fue llamada
a lista por su primer nombre, no contestó. Ni recordaba que se llamaba
Estebana.
El gran hombre del Caribe,
nuestro único premio Nobel se llama Gabriel solo en las portadas de los libros,
para todo lo demás y para la posteridad su nombre quedó reducido al popular
Gabo, a secas, sin el Gabito propio de otras tierras. Debe anotarse que el
diminutivo es menos caribe, más del interior del país, y tiene connotaciones de
familiaridad que no son objeto de esta nota. Lo cierto es que un diminutivo en
boca de un costeño suena muy falso.
Sin embargo, este afán irreverente de contraer los nombres
tiene su valor indiscutido cuando se trata de salvar a una persona bautizada
con un nombre alternativo, costumbre que se da
silvestre en nuestra tierra. Fruto de las combinaciones más insospechadas se
obtienen nombres irrepetibles que llegan a la categoría de impronunciables. A
estos “neonombres” lo único que los puede salvar es una contracción fácil que permita
olvidar ese momento de locura de unos padres que no sabían cómo llamar a su
hijo. Otra forma de salvarse de un nombre complicado o alternativo es con un
buen apodo. Los sobrenombres son quizás el mejor producto del ingenio popular y
máxima expresión de la irreverencia. Famosos apodos del futbol son recordados
en Barranquilla: “Pelo’eburra”, “El Boricua” Zárate, “El Caimán” Sánchez.
Los buenos apodos no se recortan, se dicen
completos casi que deletreando las sílabas de manera que el personaje quede
bien identificado, marcado de por vida y con su nombre probablemente olvidado.