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domingo, 29 de marzo de 2015

Una Bandeja en el camino


Alguna vez mencioné que viajar por carretera en Colombia, clasifica para la categoría de deporte extremo, pero también debo decir que en ese transitar podemos encontrar tales delicias gastronómicas, que bien vale la pena correr el riesgo de conducir por nuestras vías.
Seguramente, por no usar mucho las carreteras mis referencias no serán las más completas, pero lo que si les puedo asegurar es que son buenas, de manera que tomen nota para cuando les toque no pierdan la oportunidad.
Una vez tuvimos que tomar la carretera troncal del Magdalena medio para ir a Barranquilla, al paso por la Dorada en el departamento de Caldas, sufrimos un percance, la correa del distribuidor se rompió y el carro comenzó a recalentarse. Justo cuando nos dimos cuenta del calentamiento, nos encontramos con una patrulla de la policía. Nos detuvimos, luego de contarles que el carro se recalentaba, un agente gentilmente lo revisó, detectó el daño y lo reparó con una media velada de Martha, como lo decían en las películas. Nos advirtió que la reparación era transitoria y que debíamos regresar a la Dorada. Corrían las 12 del día y por supuesto no había ningún taller abierto, como ocurre en todos los lugares en donde la temperatura del medio día es infernal, a esa hora o se almuerza o se está tomando la siesta después de haber almorzado. De manera que nos fuimos a buscar comida en una fonda situada a uno de los costados de la plaza mayor del pueblo. Una casa de arquitectura colonial con ventanas blancas de madera, de las que bajan hasta el suelo, nos recibió de manera acogedora. Con hambre y con tiempo, que se puede pedir en un restaurante de ancestros antioqueños, pues bandeja paisa. La pedí tradicional y así me la sirvieron, pero más grande. Nunca en la vida he vuelto a comer este plato con tal cantidad y de mejor sabor. Los frijoles venían en una cazuela aparte de la bandeja, ya ellos solos saciarían el hambre de cualquier parroquiano, al lado en una bandeja de tamaño familiar, el resto de los ingredientes estaban servidos generosamente y sin remilgos. Treinta minutos después, cuando creía que podía salir airoso de la prueba gastronómica, se presentó el mesero con el complemento, una tasa de mazamorra antioqueña con provocativos pedazos de panela servía como especie de postre. Me declaré satisfecho y no tomé la mazamorra pues no quedaba un resquicio en mi estómago que pudiera recibir otro alimento.
Fue tal el grado de satisfacción con esa bandeja que prometí volver, cosa que todavía no hago porque aún me siento lleno.

sábado, 28 de marzo de 2015

Mis días de Monaguillo

Por estos días de Semana Santa no puedo evitar recordar las épocas de monaguillo transcurridas, quizás por algunos meses, en la iglesia de Nuestra Señora del Rosario. Andaba por los 10 años y ya comenzaba a tener noción del dinero de manera que a diferencia de Andrés, el de Rubén Bladez, me metí de acólito para ganarme unos pesos, necesarios para los gastos extras, que la maltrecha economía familiar estaba lejos de permitir.
Criado en una familia católica practicante, no fue difícil cumplir con las labores adjudicadas a los asistentes de los sacerdotes, total los veía todos los domingos y sabía que hacían. Lo que no conocía era el lugar donde se preparaban, de haberlo sabido quizás me habría arrepentido, pues los interiores de las iglesias siempre parecen hechos para escenario de películas de terror. Todavía, tantos años después, cierro los ojos y recuerdo el lúgubre recinto en donde se guardaban los implementos y sotanas para la misa. Armarios sencillos de color oscuro, dispuestos uno al lado del otro formaban un estrecho y largo pasillo de puertas iguales. Del techo alto y abovedado colgaba un solitario e insignificante bombillo que despedía una titilante y macilenta luz amarilla, incapaz de iluminar el sitio, pero productora de unas amenazantes sombras, que Orson Wells o Alfred Hitchcock envidiarían para sus películas.
A ese pasillo tocaba entrar antes de todo acto litúrgico, de manera que yo llegaba siempre purgado y confesado luego de entrar y salir de ese lugar. Hoy, creo que la disposición de ese recinto era un truco de los curas para que los monaguillos no entraran a comerse las hostias o a beberse el vino de consagrar, en mi caso, el ardid dio resultado.
Pese a mis reconocidas habilidades en el campo de los miedos, de todas maneras una iglesia, puede ser un lugar en donde un niño puede encontrar mucha diversión y el campanario sí que las producía. El campanario de la iglesia era la mezcla perfecta para obtener diversión en un marco asustador, como las atracciones modernas. Se accedía a él luego de abrir una pesada reja metálica que para un niño de mi edad ya era un reto. Si la luz del recinto en donde se guardaban los utensilios de la liturgia era al menos, precaria, imaginen la del campanario, no había. Una escalera en forma circular llevaba a los pisos superiores, la luz se filtraba a través de unos calados dispuestos en la pared para este fin. Subir para tomar los lazos de las campañas era toda una aventura, además de la mala iluminación, una bandada de murciélagos acompañaba la subida que culminaba en un rellano de la escalera en donde se tomaban los lazos para literalmente tirarnos escaleras abajo y hacer sonar el repique, esto era lo divertido.
La subida a la azotea, las limosnas, la procesión de Semana Santa y una incursión en los terrenos de los efectos especiales para poder ver el investigador submarino, serán tema de otra crónica, porque aquí el espacio se acabó.

lunes, 23 de marzo de 2015

Un Viaje a El Carmen

Desde muy niño fui un buen representante del grupo de los que tienen buen apetito, hoy no sé, si con orgullo o preocupación, mi papá decía que era más fácil vestirme que mantenerme. Claro que los buenos apetitos eran selectivos, esta propiedad desaparecía de manera instantánea cuando el plato venia constituido por verduras, vísceras de cualquier tipo o pescados de río. Ni el hambre más apremiante me obligó a comerme una de estas viandas, hasta ahora.
Sin embargo, a todo marrano le llega su noche buena, y yo no soy la excepción. Había sido invitado al Carmen, Norte de Santander, a pasar unos días de vacaciones con la tía Áurea, y la familia de su hijo Carlos. La tía era sin la menor duda, una matrona santandereana a carta cabal, con todos los honores y abolengos, que con mano cariñosa pero firme dirigía los destinos de la casa materna sin que se moviera una hebra sin su conocimiento y autorización. La tía que quería a mi mamá como a una hija y a mí como a otro nieto, dispuso viajar al Carmen con el fin de conocer el pueblo materno.
Fuimos recibidos con gran regocijo, no era para menos, la tía y su hijo Carlos volvían al pueblo después de muchos años de ausencia, acompañados por las nuevas generaciones, herederas de la cultura carmelitana.
Como en muchos otros lugares, gran parte de la cultura se apoya firme en la gastronomía y el Carmen tiene como su gran exponente, la arepa. Hecha de maíz blanco bien amasado y sin sal, sirve de acompañamiento para lo que a usted le plazca, resultando un plato sin igual. La arepa suele prepararse para el desayuno o la comida, de manera que la primera invitación fue a tomar un buen desayuno carmelitano en casa de unos parientes, desconocidos por mí, pero que apreciaban a mi madre de tal manera, que me trataban como si me conocieran de toda la vida.
Sentado a la cabecera de una gran mesa familiar, fuimos servidos inicialmente con una changua a la que no le faltaba nada, ella sola ya era una comida completa, pero este desayuno tenía toda la intención de ser de proporciones faraónicas. Hasta la changua y la arepa todo salía literalmente a pedir de boca, los problemas aparecieron cuando me sirvieron el plato fuerte, en un bandeja de esas que sirven para servir el famoso plato paisa, venia un hígado encebollado de proporciones pantagruélicas. Debo decir que su aspecto era muy provocativo, pero el hígado nunca fui capaz de comerlo y hoy, sería la excepción. Mientras a mí solo el olor ya me producía náuseas, los demás comensales, incluyendo a la tía, ponderaban las habilidades culinarias de los dueños de casa. Trágame tierra, la única que me salva de estas, mi mamá, estaba en Barranquilla, me tocaba comerme el hígado. Ya con los dos primeros bocados, las gotas de sudor y la palidez me hacían ver quién sabe en qué estado, el cual fue detectado por un primo anfitrión y muy dicharachero. A este que le pasa, fue su expresión, seguro que no le gusta el hígado, como a la mamá, tráiganle un bistec de lomo de cerdo para que se le mejore el semblante. No pude evitar las lágrimas, no sé si por haberme salvado de ese predicamento o por saber que pertenecía a una familia, que aun en la distancia, bien se conocía.

domingo, 15 de marzo de 2015

Cosas de los ascensores


Hace algunos días, tomaba el ascensor en un supermercado con dirección al sótano, aunque estaba un poco distraído bebiendo una gaseosa y saboreando una piñita, al entrar me percaté que estaba solo, de manera que seguí disfrutando el sancocho de tienda o mejor de supermercado sin mayor preocupación. En esas estaba cuando sentí las naturales ganas de expulsar el gas de la bebida que tomaba, esta intención fue reprimida al punto pues percibía el golpe de una mirada sobre mi espalda, no podía ser, con cierta duda volví a mirar a mi alrededor, no sea que un eructo tipo Shrek retumbara en el ascensor delante de algún acompañante no detectado inicialmente, que pena. En realidad seguía solo, no había problema, podía dejar escapar la muy sonora expresión de saciedad, nadie se molestaría, pero no, la sensación de culpa lo que logró fue recordarme situaciones que ocurren en un recinto tan pequeño como el de los ascensores. Es que cuando se abre la puerta de un ascensor se pueden presentar toda clase de situaciones que producen en las personas que las viven sentimientos muy disímiles. Uno de esos sentimientos es el miedo a tomar un elevador, aunque creo que este miedo no tiene justificación, en algunos edificios tienen unos equipos con tal grado de deterioro, que para usarlos sería mejor comprar seguro de vida. Para los que estudiamos medicina en hospitales públicos, experiencias con el uso de los ascensores deben recordarse por doquier. Recuerdo los elevadores del seguro de los Andes o del universitario, tenían por norma, ausencia de ventilación, poca o ninguna luz, puertas desajustadas y contaban con las muy conocidas tres velocidades, lento, lentísimo y parado. Recuerdo que un compañero debía trasladar un cadáver a la morgue en uno de esos aparatos que no tenía luz, para no montarse solo y a oscuras con el cuerpo, marcó el número del sótano y salió a correr escaleras abajo para esperar que llegara el encargo. Pues el cadáver nunca le llegó, imaginen la cara de mi amigo, cuando ya casi sin aliento por semejante carrera desde el séptimo piso, las puertas se abrieron y el cuerpo no estaba. La razón de la pérdida rápidamente se supo al ver que un camillero llegaba por otro ascensor con el encargo, pero mientras esto ocurrió el susto fue tremendo.
Los elevadores de mi edificio no gozan de mucho prestigio por sus constantes defectos y también tienen sus anécdotas, nunca olvidaré a una joven vecina que salía sola del ascensor del edificio en donde vivíamos, la impresión que me dio al abrirse la puerta es que ella quería salir rápido del recinto, cuando me vio se sonrío de una manera nerviosa y sin la menor naturalidad dijo, este ascensor huele a feo y salió literalmente huyendo. Lo que le faltaba a la fama de los ascensores de mi edificio, ahora quedaban convertidos en una cámara de gases.

oficina de pasaportes remasterizada


Oficina de pasaportes de Barranquilla: "templo del rebusque".

No alcancé a llegar al lugar asignado para hacer la muy tercermundista cola de las oficinas públicas cuando rápidamente fui abordado por un tipo que me ofrecía una de las formas de rebusque más reconocidas en nuestro país, vender puestos adelante de una cola que promete ser larga. A las seis de la mañana la cola ya serpenteaba por uno de los costados de la gobernación. Sin duda había más "coleadores", "coleologos" o mejor cuida puestos que personas interesadas en el trámite, por veinte mil barritas ofrecen lo que el estado te debe garantizar, una buena y rápida atención. Obviamente no acepté la propuesta, no faltaba más, yo como todo barranquillero tengo mi rebusque y ya había mandado a un allegado, que eufemismo y también que mala decisión, los rebuscadores profesionales relegaron al novato a los puestos de media tabla. Resignado me sitúe en el puesto que el rebusque me dejó, no sin antes pensar que lo invertido en mi "allegado" daba igual a lo que me pedía el profesional.

Dejarme en un puesto mas bien trasero no fue argumento para que el “allegado” no obtuviera su rebusque, de manera que cobró y se fue. Apenas me acomodaba en la cola cuando otra forma de rebusque me abordó, por dos mil pesos, un lugareño ofrecía la ultima silla Rimax  disponible, una dama hizo uso de la oferta no sin antes tratar de regatear el precio, intentó inútil dadas las condiciones de oferta y demanda. La cara de otro rebuscador daba la aprobación al negocio de su colega, dos mil pesos por veinte sillas en dos horas, nada mal.

Una cola en el centro de Barranquilla puede ser la mayor forma de generar rebusque, en treinta metros de cola pude observar los siguientes: vendedores de minutos, vendedores de jugos y viandas que solucionan el malogrado desayuno, fotógrafos, voceadores de periódicos y un malabarista envejecido que pasa el sombrero después de unos fallidos intentos de mantener en el aire unos palos con fuego. Pese a los implacables comentarios relacionados a su incapacidad para cumplir con los malabares, unas monedas cayeron al fondo del sombrero, salvando la presentación y seguramente el desayuno.

Nada de lo visto hasta ahora me sorprendía, que esperaba, las cifras de desempleo no mienten y el rebusque es la regla y no la excepción. Lo que sí me sorprendió hasta el estremecimiento, fue sufrir en primera persona el efecto producido por el rebusque sobre la agudeza visual y el discernimiento, imagínense que un rebuscador en su afán por conseguir una propina se ofreció para llevarme al lugar por donde entran sin hacer cola los miembros del selecto club de la “tercera edad”, como les parece y todavía no eran las siete de la mañana.