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domingo, 19 de abril de 2020

Crónicas araucanas

Para la capital.
Dejé el techo paterno con la desazón propia del que sufre la incertidumbre. Estos duros sentimientos eran producidos por los avatares de la política local y los apuros económicos de la familia. Ambos me obligaron a migrar de la tranquila costa atlántica, en busca de un lugar donde poder cumplir con el requisito de la medicatura rural, sin deber favores a políticos corruptos y devengar un sueldo que compensara el esfuerzo hecho por los viejos para darme el título de médico.
Estos sentimientos se atenuaron un poco cuando la ventanilla del Boeing 727 de Avianca me mostró un paisaje nunca visto. Profundos acantilados daban paso a una meseta de un bellísimo verdor localizada a 2600 metros de altura. El verde pálido dejado en Barranquilla contrastaba con el verdor intenso de la tierra que me adoptaría en el futuro cercano. Los intensos y variados tonos del verde no fueron lo único que llamó mi atención. Al salir del aeropuerto noté que no llovía, tampoco sentía frio. El esperado y temido clima capitalino parecía, por el momento, ser una más de las exageraciones acostumbradas en nuestro tropicalismo.
Así era, Bogotá no me recibió con el vaticinado clima nórdico ni la pertinaz lluvia. Una tarde soleada y una agradable temperatura, que para disfrutarla en Barranquilla debes pagar en energía un salario mínimo mensual, trajeron alivio a mi preocupado espíritu. Sin embargo, nunca había puesto un pie en la capital y la verdad, no nos digamos mentiras, estaba "cagao".
Por ese entonces, las referencias que tenía de la capital eran de oídas. El gusto por la radio venía por herencia materna, de manera que la radio noticiosa había sido mi compañía toda la vida. Las noticias generadas en Bogotá acrecentaban mis temores. No se oía nada bueno. Las razones para mis temores se contaban y necesitaba los dedos de las manos y los pies. Que el clima, que la violencia, que la inseguridad, que las distancias, que nunca había estado en ella, que no tenía apoyo económico, total, una multitud de razones convertían al destino bogotano en una aventura para la cual se requería cierta dosis de arrojo.
Sin embargo, el principal temor no se relacionaba con Bogotá y sus circunstancias. El miedo mayor, cosechado y guardado en el fondo de mi corazón, era reconocer que el entrenamiento recibido durante la carrera no era el mejor. Resulta que, durante los últimos años de mi formación como médico, había prosperado un concepto falaz sobre la calidad de la educación proporcionada en las universidades de la costa. El infundio, salido quien sabe de donde y anidado en mi corazón, sostenía que el entrenamiento recibido por los médicos costeños era de poca monta, de medio pelo, con mínimas destrezas. El humor santafereño nos tenía reservados algunos apuntes: “Las universidades de la Costa son las mejores, entran costeños y salen doctores” Mientras que los profesionales egresados en el interior del país se desempeñaban con lujo de competencia. Lo más grave era que semejante falacia yo la daba por cierta. Preocupaciones reales o ficticias la decisión estaba tomada, no había marcha atrás, necesitaba una plaza de rural con buen salario y Bogotá me la otorgaría.   
Destino Arauca
La vida es el resultado de las decisiones tomadas, ni son buenas, ni son malas solamente nos llevan por caminos distintos. Mis mejores amigos se decantaron por la segura Costa Atlántica, mientras yo buscaba una oportunidad en la fría capital. Las ventajas y desventajas de las opciones que se nos presentaban fueron discutidas una vez más en la noche previa al viaje con destino a Bogotá. Conversamos sobre los contactos mas efectivos, los sueldos malos en nuestra región, la incertidumbre era general. Por eso resultó mejor bailar y reír recordando las anécdotas vividas durante la carrera. Esos momentos especiales, sufridos por unos y gozados por otros, que de allí en adelante se recordarían en cada reunión, como si fuera la primera vez y produciendo las mismas estruendosas carcajadas.
Mi opción de rural con buen sueldo y sin la mediación de políticos pide votos, llegó por recomendación de un primo con contactos en el Subsidio Familiar de la Caja Agraria. En sus oficinas transcurrió mi primera semana bogotana. Presenté pruebas psicotécnicas, test de coeficiente intelectual, exámenes médicos, de laboratorio, sin dudas muchas evaluaciones para optar a una plaza de rural de seis meses de duración. En todo caso, pasados 8 días, todavía no sabía ni cuándo ni en dónde empezaría mi labor.
El propósito era trabajar en una unidad móvil para sumar al sueldo los recargos por los viajes. Estos viáticos, como se conocen por los entendidos, volvían el salario más atractivo. Pero pasaban los días y nada se sabía, la prudencia me decía que no debía llamar a nadie, pues no tenía nada que contar y sí mucho para preocupar.
"Más largo que una semana sin carne" reza un viejo refrán, pues yo puedo trocarlo a más largo que una semana con expectativas, una semana de esperas. La ansiedad, la soledad y el exiguo presupuesto, no permitieron conocer ni disfrutar de las atracciones dispuestas por la capital para un recién llegado. Cuando la opción de rural en el interior del país empezaba a preocuparme, llegó la esperada llamada, la gerente del Subsidio Familiar me citaba en su oficina.  
Como era de esperarse luego de tanto silencio, las noticias no eran buenas. Por esos días, un accidente sacó de circulación la unidad móvil para la cual había sido asignado. Las reparaciones del vehículo tomarían más tiempo del que yo podía esperar. Sin embargo, no todo estaba perdido, quedaba un premio de consolación, el puesto fijo en Arauca continuaba vacante. El argumento esgrimido por la gerente para la vacancia del centro araucano eran las condiciones de violencia en la zona. Pero eso no era cierto, la verdad era que el sueldo de rural en Caja Agraria se volvía atractivo por los mencionados viáticos. Este lugar era puesto fijo y por tanto poco se viajaba, el salario quedaba relegado al muy regular sueldo básico. Sin embargo, no me tomé el trabajo de pensarlo, el rural era un escollo en la carrera por una especialidad y había que superarlo. Por otro lado, al aceptar la propuesta de Caja Agraria, perdía en mi intención de obtener un buen salario, pero mantenía mi arco invicto con los políticos corruptos.
No tenía con quien compartir la decisión. Las comunicaciones en los ochentas no disponían de la tecnología del siglo XXI. Me fui a buscar la oficina mas cercana de Telecom, el precario y costoso servicio de comunicaciones disponible por aquel tiempo para hacer llamadas de larga distancia. Aquellas donde hizo carrera el estribillo “Listo Medellín cabina 8” expresión totalmente en desuso y que ningún universitario de hoy podría entender.
Hice la tercermundista cola, entré a la cabina y, haciendo gala del mejor tono de voz y con ánimo eufórico, conté a mi mamá la decisión tomada. La voz y el ánimo tenían el inútil objetivo de tranquilizarla. Sabía perfectamente que doña Betty estaba bien enterada del acontecer diario. Durante varios minutos le argumenté que ese rural era el apropiado, que Arauca era el lugar más seguro de Colombia, que ganaría buen dinero, que aprendería muchísimo, argumentos, todos, que ni yo mismo los creía. El silencio al otro lado del teléfono lo decía todo, mis intentos para tranquilizar a mi madre lograron el efecto contrario. Para mi fortuna, don Camilo asumió las funciones paternas y llevándole la contraria a mi mamá, quizás por vez primera, autorizó el viaje al llano.
Regresé caminando al apartamento del Centro Nariño acompañado por el frío capitalino y la ya familiar incertidumbre. El primero distraía mis pensamientos cuando buscaba la mejor forma de obtener calor. La segunda aumentaba los miedos a lo nuevo, a lo desconocido. Traté de animarme haciendo un balance de los aspectos positivos de la opción dispuesta por la Caja Agraria. El resultado era precario, solo dos puntos favorecían la alternativa araucana: por ser zona de violencia, el estado estipulaba en seis meses el tiempo de la medicatura. La otra ventaja era conocer una tierra a la que seguramente por otros medios no llegaría. En ese momento no podía imaginar, ni por un momento, cómo los azares del destino cambiarían el rumbo de mi vida para siempre.

El primer día de una larga historia.
Esta vez, por la ventanilla del jet Boeing 727 de SAM, se veía un inmenso mar verde difícil de imaginar. Ante mis ojos se abrían los exuberantes llanos orientales, las expectativas aumentaban. Llovía copiosamente, las precarias condiciones del aeropuerto garantizaban una mojada de proporciones diluvianas. No había manera de bajarse del avión sin que el fuerte aguacero cumpliera con la función de bautizar mi arribo al llano.
Armado con un paraguas, prestado por el aeropuerto, di mis primeros pasos en la tierra llanera. Logré llegar a la zona de entrega de las maletas sin mayores consecuencias, la maleta y yo habíamos logrado salvarnos del anunciado bautizo llanero. También se salvaron los funcionarios encargados de recogerme en el aeropuerto, o por lo menos eso pensé, al notar que nadie me abordaba para darme la bienvenida. Finalmente, acompañado de mis miedos atávicos, mi maleta y la edición más reciente de la medicina interna de Harrison, que alguna seguridad me daba, tomé el último de los taxis dispuestos para recoger a los viajeros.
Un campero GAZ, de fabricación rusa, fue el encargado de hacer el recorrido inicial por las calles de la floreciente Arauca. Si había logrado escapar de la lluvia en el aeropuerto, en el GAZ no me salvaría, los huecos de la carpa cumplían muy bien la labor de dejar pasar la lluvia, pero no así a la brisa, de manera que la mojada era por partida doble, la lluvia y la sudoración. Tampoco me salvaba de pagar la carrera, este monto no estaba contemplado en el riguroso y exiguo presupuesto recogido para afrontar los primeros días de estancia en el llano.
No tuve más remedio que dirigir mi camino hacia la oficina principal de la Caja Agraria. La oficina principal de un banco en una región ganadera y petrolera debía ser un hervidero y aquella tarde no era la excepción. A pesar de mi reconocida timidez me animé a preguntar por el gerente. El hombre, con la amabilidad característica del pueblo llanero, salió de su oficina rápidamente a saludarme, pero su cara de incertidumbre, quizás igual a la mía, reflejaba la realidad, en la oficina de la Caja no me esperaban y tampoco sabían qué hacer con mi llegada. 
Esta incertidumbre adicional acrecentaba mis miedos, no era muy difícil intuir que el presupuesto, dispuesto para estos primeros días, continuaría en caída libre. La primera noche debía costearla en alguno de los hoteles disponibles y no había muchas opciones que se ajustaran a mis ya mencionadas finanzas. Para la fecha, septiembre de 1988, en Arauca se vivía una bonanza petrolera que traía consigo el aumento en el costo de vida y la llegada de mucho forastero como yo. Desafortunadamente, los abundantes petrodolares no se reflejaban en una recuperación de la infraestructura de la ciudad. Las calles destapadas y enfangadas por la lluvia hicieron más difícil ese primer y a la postre único mal día en la bella tierra llanera. A partir del día siguiente, los hechos acontecidos fueron siempre motivo de alegría que aún hoy, veinticinco años después, sigo disfrutando.

Dos paisanos.
Contra todos los pronósticos dormí profundamente. A decir verdad, no era un gran mérito, los Forero tenemos dos atributos bien marcados en el código genético, buen dormir y buen apetito. De manera que ni las crecientes incertidumbres, ni los apremios por el exiguo presupuesto de gastos fueron motivo de espanto. La primera noche de hotel fue aprovechada para disfrutar tanto temas gastronómicos como los del buen dormir, finalmente mañana sería otro día.
Y así ocurrió, la lluvia tropical del día anterior se marchó dejando su lugar a un brillante y radiante sol. Los nacidos y criados en Barranquilla conocemos muy bien la voz "váyase por la sombrita", de manera que no tuve mayores problemas en acatar la gentil recomendación lanzada por la administradora del hotel al momento de salir para la Caja. El corto recorrido del hotel hasta la oficina del banco era mejor hacerlo acompañado por el picante sol llanero que por la lluvia del día anterior. 
Cumpliendo los protocolos usuales, el gerente hizo la presentación del personal dispuesto para la unidad de salud. Cuando llegó el momento de presentar al odontólogo, tomó cierta actitud cómplice y sonriendo me advirtió que le tuviera cuidado porque era un barranquillero parrandero. No tenía la mas mínima referencia del paisano, pero nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida, luego nos hicimos dos o tres preguntas para lograr una rápida ubicación y listo, casi hermanos. La rápida hermandad y la natural perspicacia de Juan Carlos le permitió intuir que mis finanzas no aguantaban otra noche de hotel. De manera que fui invitado a pasar mi segunda noche araucana en la "suite" donde Juanca disponía de una litera, de las usadas en tiendas de campaña, para desvarar amigos en apuros como yo.
La suite no era más que una habitación de alquiler con baño interior, sin clóset y con salida a la calle, igual a muchas otras usadas por los recién llegados al Arauca vibrador. Aseada y bien ordenada estaba amoblada con los requerimientos mínimos que la zona y los recursos podían permitir. Un pequeño espacio estaba reservado para la litera o más bien, catre de campaña. Nunca había dormido en un lecho de este tipo, los imaginaba incómodos, pero la realidad siempre supera a la imaginación. El catre era tan angosto que no había manera de voltearse y de una longitud tan corta para mi estatura, que los pies descansaban en el suelo. Se sentía como dormir en un sarcófago. Estrecho, corto, bajito, pero con una ventaja insuperable, usarlo no implicaba ningún costo.
El traslado a la “suite” aliviaba el presupuesto de gastos, pero no resolvía el problema de largo plazo, la Caja Agraria no disponía de habitaciones para los rurales. La solución era conseguir un cupo en la casa donde habitaban los médicos rurales del hospital y Juan Carlos como buen barranquillero, ya tenía el contacto. Resulta que el día anterior a mi llegada, otro médico paisano había llegado a ocupar una plaza vacante en el hospital. A Juan Carlos se lo habían presentado la noche anterior, recordaba perfectamente el nombre Piter, pero el apellido era extranjero y no lo recordaba. No puede ser, pensé para mis adentros, ¿Será?

Piter.
No había tiempo que perder, debía saber quien era el otro barranquillero recién llegado a la intendencia. Juan Carlos sabía que estaba alojado temporalmente a unas pocas cuadras del centro de salud, de manera que caminamos con rapidez, sin pensar en el calor producido por el picante sol y tratando de evadir los charcos residuales del aguacero y de otras fuentes menos higiénicas que tapizaban las destapadas calles araucanas. Los nubarrones del día previo con expectativas no muy alentadoras parecían dar un viraje favorable. No podía olvidar los datos aportados por Juan Carlos, médico de Barranquilla de apellido extranjero y de nombre Piter, sería lo mejor que podría pasar. 
La sorpresa fue mayúscula, la sospecha se confirmó, el médico de apellido raro y de nombre Piter, resultó ser mi compañero de colegio y de universidad. Recordé el último día que hablamos, no imaginábamos las vueltas que darían nuestros destinos. Esa noche, nos despedimos como sí nos fuéramos a ver en unos días. Nadie habría apostado a que dos semanas después de salir de Barranquilla, sin planearlo y por diferentes vías Piter y yo compartiríamos habitación en una casa para médicos en la lejana y desconocida Arauca
Pedro Elias Lopierre Torres, mi casi hermano, aquel que llegó por accidente a terminar los últimos seis meses del bachillerato en el colegio San José de Barranquilla y con quien, también por accidente, compartí la formación médica en la universidad del Norte, había conseguido una plaza para rural en Arauca, adónde yo por el accidente de la unidad móvil había llegado. Muchos accidentes para lograr un final feliz.
De pies, a la vera del camino, sin tomar en cuenta la temperatura, con Juan Carlos como testigo y casi sin dejar hablar el uno al otro, Piter y yo resumimos las peripecias hechas para terminar, cada uno por su lado, en Arauca. Todavía no lo podíamos creer.
Una vez concluyó la puesta al día, abordé el tema de mi siguiente noche araucana. Aunque Juan Carlos era un magnífico anfitrión, otra noche de sarcófago mi espalda no toleraría. Piter explicó la situación con la mayor consideración, como dirigiéndose a mi espalda. Desafortunadamente, la transición del grupo de rurales se efectuaba durante esa semana. Él debía esperar la salida de los que estaban para poder mudarse a la casa. Mientras que yo debía esperar a los que llegaban para saber si quedaba un cupo para mi. En resumen, los periplos recorridos por ambos confluían en un lugar común, la casa medica de Arauca, solo que yo tenía una escala previa de una semana en la “suite” 

La casa médica
Todas mis pertenencias cabían y sobraba espacio en una maleta de "cuero" chino, que por china había soportado el uso y el abuso. La tía Magola era la propietaria de la maleta viajera, la usaba para enviarle a sus sobrinas, desde Miami, baratijas de contrabando. En uno de esos ires y venires resultó el viaje en búsqueda del rural quien sabe en donde, con escala en Bogotá por quien sabe cuántos días. Se requería una maleta con “experiencia” y capacidad de manera que no tuve otra alternativa que tomar prestada la maleta contrabandista. Total, con libros, ropa de cama y pertenencias, la maleta de la tía hizo el que a la postre seria su último viaje de la "suite" a la residencia de los rurales.
La llamada casa médica tenía una construcción que podríamos llamar “sui géneris” tres cuartos, dos baños, sala, cocina y patio como cualquier vivienda en Colombia, la diferencia estaba en la distribución. Se entraba por una gran puerta metálica de color verde franqueando un garaje, de manera que por fuera parecía la entrada de un taller. La puerta de acceso una vez pasado el garaje, se abría a un largo pasillo lateral que servía como eje tutelar de la casa, a un costado las habitaciones y al otro costado lo que podríamos llamar el patio. El techo, por consiguiente, solo cubría la parte del pasillo que correspondía con las habitaciones de manera que cuando llovía, el piso se mojaba y los insectos llegaban irremediablemente. Una vez se entraba a la casa, la primera estancia encontrada era el cuarto de Patricia, la bacterióloga. Este cuarto además de estar primero en la particular distribución de la casa era el único con baño interior. Esa comodidad estaba reservada para el rural de mayor antigüedad en el hospital, rango que por esta época ocupaba la bacterióloga. Contiguo al cuarto mencionado se encontraban en el siguiente orden: el baño principal, la cocina, dos cuartos contiguos sin clóset y finalmente la sala, el patio de la casa corría en forma paralela con el pasillo, convendrán en que la distribución de esta construcción es al menos no usual. Otra particularidad de esta edificación consistía en que desde la sala y subiendo unas empinadas y estrechas escaleras metálicas, se ingresaba a una sencilla pensión de las que abundaban en Arauca por esas épocas. La pensión contaba con un privilegio necesario para aquellos tiempos en donde los teléfonos móviles solo se veían en películas de ficción.  La dueña de la pensión disponía de un teléfono fijo con servicio de larga distancia y no se molestaba en pegar un grito llamando al beneficiario de una llamada familiar.
El mejor lugar de la casa era el pasillo, en las noches la fresca temperatura invitaba a usar una hamaca arrulladora y muchas veces cómplice que acogía a los habitantes de la casa sin mucho recato.
La casa podía albergar siete personas, aunque en muchas noches la cifra aumentaba con la visita de algún amigo o amiga que ayudaba a tolerar la soledad del rural. Me alcancé a preocupar cuando hice las cuentas, Piter y otros tres médicos rurales, dos enfermeras y una bacterióloga, total siete y conmigo ocho, mi cupo lucía embolatado. Pero nuevamente la diosa de la fortuna metió su mano para cambiar las cosas y permitir que estos dos compinches y amigos siguieran compartiendo sus destinos. Ocurrió que los otros tres rurales tenían, por diferentes razones, lugares de habitación que les resultaban más favorables a la casa médica, de manera que se hacía necesaria la presencia de otras personas que pagaran el alquiler y allí estaba yo con mi maleta.Con mi llegada la nómina de habitantes de la casa reflejaba la diversidad de regiones, dos médicos costeños, dos enfermeras rosaristas, más rolas que el ajiaco santafereño y una bacterióloga paisa bien raizal, que por ser la de más tiempo en el hospital llevaba la batuta de la casa y dictaba las necesarias normas de convivencia. El cupo restante pronto seria ocupado.Durante nueve meses conviví en esa casa con un grupo cambiante de jóvenes profesionales llegados de diferentes lugares del país. Llegábamos llenos de expectativas a ejercer nuestras profesiones con el entusiasmo propio de la primera vez sin sospechar que todos, de alguna manera, seriamos marcados por la preciosa tierra llanera.

Ejercicio profesional
Por aquellos tiempos, los médicos que cuidaban la salud en las mal llamadas zonas marginales del país eran los médicos rurales. El servicio social obligatorio era un requisito para optar a la anhelada tarjeta profesional. Los rurales eran apoyados, en su loable misión, por intrépidos médicos generales que, atraídos por el hado de la aventura, ejercían la profesión a su libre albedrío. Arauca con una población de aproximadamente veinticinco mil habitantes, contaba con algo así como trece médicos para resolver los problemas de salud. Dos cirujanos generales completaban la nómina de facultativos. En ese entonces las riendas del hospital eran llevadas por cuatro rurales bajo la dirección de un médico veterano en trance de pensionarse. Los rurales estaban a cargo de todo, hacían los turnos, manejaban los pacientes hospitalizados, atendían la urgencia y la consulta externa.
Mientras tanto, mi trabajo como rural del Subsidio Familiar de la Caja Agraria se limitaba a una consulta externa en horario de oficina y algunas charlas educativas, impartidas en las empresas afiliadas al servicio médico de la Caja. Desafortunadamente, la consulta era exigua, los afiliados dejaron de asistir por la ausencia de médicos sufrida durante los meses previos a mi llegada. Pasada una semana del inicio de mi labor ya había consumido buena parte de los temas dispuestos para estudiar. Temía que el aburrimiento y la inactividad me hicieran olvidar lo aprendido. Estudié medicina para ejercerla y no para sentarme en un escritorio a esperar que llegaran los enfermos, el recurso de ir a buscar pacientes era un trabajo para los empleados administrativos, yo quería acción hospitalaria.
Mi hermano Pedro abordó al Dr. Castro director del hospital y a los rurales para expresarles mis preocupaciones y deseos. Si el director no opuso ninguna resistencia a mis turnos gratuitos para el hospital, imagínense si los rurales lo harían, tendrían un médico adicional para llenar la secuencia de turnos con lo cual se disminuía la carga laboral. Empecé asistiendo a la revista matutina de los pacientes hospitalizados y me asignaron una secuencia de turnos. Llegué a tener tanta acción, que resulté trabajando más que los rurales de planta. 
Los rurales en acción
Se necesita cierta dosis de masoquismo para decir que las rondas o revistas médicas te parecían divertidas. No olvido las revistas de medicina interna en la Clínica de Los Andes o el Hospital Universitario. Pesos pesados de la medicina interna lideraban estos verdaderos encuentros del conocimiento: Antonio Iglesias, Manuel González, Patricia Osorio y otros docentes hacían que el sufrimiento de recibir una pregunta pringamosera fuera inferior a disfrutar de esa feria del saber médico.
Por eso, asistir a la primera revista del hospital en Arauca me produjo cierta ansiedad. El temor por interactuar con los médicos del interior me recordaba las épocas de estudiante. Dos de ellos eran egresados de la Javeriana y otro de la Universidad Industrial de Santander. Sin duda excelentes facultades que dejan una impronta en sus egresados y estos la tenían y la hacían notar. La ronda la lideraba Oscar, un javeriano que se expresaba con seguridad. Parturientas y niños con complicaciones respiratorias llenaban la hospitalización. Recién llegado, invitado y con aquel temor guardado, mi actuación se limitó a escuchar. El opinador se mantuvo silenciado hasta cuando presentaron el caso de una paciente que consultó por palpitaciones en el pecho. La causa de este síntoma no la había podido aclarar el rural de turno. Mientras los colegas revisaban los datos tratando de encontrar el diagnóstico, me dediqué a examinar la paciente. Por mi mente pasaban las enseñanzas de mis profesores ¿qué me preguntaría el maestro Arcelio Blanco si estuviera aquí? El pulso, frecuencia cardiaca, presión arterial y la auscultación me indicaban una fibrilación auricular, estaba seguro. Sotto voce le comenté a Piter. El muy vivo sin mediar palabras dijo a los rurales: “Elias dice que es una fibrilación auricular” Entonces Oscar respondió con la seguridad conocida: “estas equivocado” y siguió “la frecuencia en esa patología siempre es superior a 200 por minuto y esta señora no ha tenido nunca más de 150 latidos por minuto”
Las lecturas sobre el tema se arremolinaban en mi cabeza, el flaco Oscar en algo tenía razón, pero mi examen clínico me indicaba sin dudas una fibrilación auricular. Ante la duda abstente, pensé. Necesitaba ayuda, pero en Arauca no había a quien preguntarle. Estaba seguro de que la solución a mi duda estaba en el libro de Harrison metido a última hora en la maleta viajera.
Nunca había leído con tanta avidez el capitulo de un libro, literalmente lo devoré. La conclusión era la siguiente: Oscar tenía razón en anotar que la frecuencia en la fibrilación auricular era muy alta entre 350 y 600 contracciones por minuto. Pero, son contracciones auriculares que en su mayor parte no se ven. Las que se ven y se registran en el electrocardiograma son las ventriculares que usualmente están por debajo de 200 y son irregulares como yo veía en la paciente. Armado con mi Harrison retorné al hospital. Los colegas rápidamente se dieron cuenta de la situación. Decidimos seguir las pautas terapéuticas expresadas en el texto. No disponíamos de monitor de signos vitales, dependíamos de lo que nos informara la paciente. Los minutos pasaron con la lentitud propia del que anhela. No sé cuanto tiempo pasó, pero volví a respirar cuando la paciente manifestó que se sentía mejor. Arauca empezaba a delinear mi camino con dirección a la medicina interna. El otro trazo de mi destino estaba por llegar con una invitación a Chicoral, Tolima.

Maruja.
Todavía hoy, recuerdo perfectamente el momento en que vi por primera vez a "Maruja". Bogotá despertaba con una mañana soleada de esas que levantan el ánimo y presagian un buen día. Parecía que el clima se sincronizaba con el espíritu festivo de los rurales de Caja Agraria convocados a una convivencia en Chicoral, Tolima. Desde el segundo piso de las oficinas destinadas para punto de encuentro, miraba desprevenido al otro lado de la calle. Un variopinto grupo de jóvenes profesionales de la salud, convocados a la reunión, se despedían de sus acompañantes tomando sus pertenencias. De un Fiat Mirafiori blanco, una delgada y alta rubia bajaba con elegancia sus pertenencias, lo recuerdo perfectamente.Profesionales de la salud de todas las oficinas fuimos citados para poner a punto la atención en salud de Caja Agraria. Muchos ya se conocían de manera que el ambiente era festivo, risas, besos y abrazos auguraban una reunión inolvidable, como efectivamente fue. Sin embargo, mis expectativas eran otras, me sentía como cachaco cuando va a conocer el mar. Nunca había pasado las navidades en el interior del país, no había tenido la oportunidad de conocer la zona de Girardot, Melgar y municipios aledaños, famosos por acoger a una gran cantidad de turistas dispuestos a divertirse sin medida. Mi intensión era saber cómo se celebraban las novenas del interior.Conocía a poca gente, mi compañero de rural no asistió, su período terminaba en esos días de manera que citaron a los candidatos para los nuevos cargos de odontólogo. Rurales, funcionarios administrativos y directivas se distribuyeron al azar en los buses dispuestos para el transporte. Me incliné por un bus con poca gente para evitar el relajo en carreteras, al momento de subir me sorprendí cuando vi sentada a la rubia del Mirafiori, ahora entendía porque había llamado mi atención, si de lejos se veía bien, de cerca lucía mucho mejor. La silla atrás de ella estaba vacía, me senté tratando de esbozar un saludo protocolario que por mi reconocida timidez ni siquiera se escuchó.
La sabiduría popular no siempre es acertada, "Dime con quién andas y te diré quién eres" "El que anda con la miel algo se le pega" en mi caso estos conocidos y muy utilizados adagios populares no se aplicaban. Mi hermano Piter y mis amigos Mañe, Adalberto, Juan Carlos sabían que hacer o que decir cuando se trataba de abordar al género femenino. Yo andaba con ellos todo el tiempo y no aprendí nada. No se me pegó nada. No sabía que decir.
Tampoco era que me fuera tan mal, tengo mi estilo, un poco pausado, quizás lento, pero había funcionado en otros momentos. La prudencia indicaba esperar una oportunidad y tenía todo el tiempo del viaje para hacerlo. Por otro lado, el bus venia medio vacío, no tenía otros competidores con intenciones de caminarle a la rubia. La oportunidad llegó en una parada para tomar un refrigerio. Al salir del bus le ofrecí mi mano en el escalón y pregunté con mejor tono en la voz ¿Qué quieres tomar? 

Martha en Arauca
Mis primeras experiencias en el centro del país me enseñaron rápidamente que el llamado síndrome del villancico también afectaba a los muy “diligentes” funcionarios capitalinos. Había transcurrido un mes desde la puesta a punto del Subsidio Familiar y el cargo de odontólogo en Arauca continuaba vacante. Finalmente, Juan Carlos, el costeño parrandero seria remplazado por Martha Claudia Cortes, la rubia alta y delgada que llegó en el Mirafiori al encuentro de rurales de Caja Agraria.
Lo ocurrido en Chicoral con la odontóloga se podía resumir en pocas palabras. Santandereana de nacimiento y residente en Bogotá, sus habilidades para el baile estaban en el promedio, tenía un conversar agradable y en el terreno de las afinidades se decantaba por los paisas. Los costeños los veía con cierta prevención y por algunos comentarios se podía inferir que tenia un "arrocito en bajo en Bogotá" de manera que nada relevante había pasado. 
Desde la ya lejana época en que me interesé por los problemas sociales supe que acabar con la desigualdad era la solución a los males del mundo. Sin embargo, debo reconocer con cierta vergüenza mal disimulada, que ser médico proporciona algunas ventajas que permiten ciertas licencias. Esas ventajas se hacen más notorias en los pueblos pequeños y Arauca no era la excepción. ¿A qué viene semejante introducción tan larga? Pues nada mas y nada menos que aprovechando los contactos de mis pacientes que trabajaban en el aeropuerto, logré ingresar hasta la plataforma, literalmente al pie de la escalera del avión, para esperar la salida de la odontóloga. Para mi fortuna el fatídico once de septiembre que cambió todos los parámetros en seguridad aérea y aeroportuaria del mundo aún no había ocurrido. Al bajar se notó un poco sorprendida para tranquilizarla le ofrecí mi mano, de la misma forma que en aquel bus del encuentro en Chicoral.
La lluvia saludo mi llegada al llano, un radiante sol saludó a Martha, el señorial y vaporoso vestido blanco, elegido para llegar a la intendencia, no parecía ser suficiente para tolerar la temperatura llanera, unos pañuelos blancos con bordados color pastel hacían agua de tanto limpiar el sudor. De manera que rápidamente abordamos el transporte público disponible. En un caluroso campero GAZ, ya conocido desde mi llegada, hicimos el recorrido inicial por las polvorientas calles de Arauca. Convertido en su edecán, llegamos a las oficinas de la Caja Agraria, le presenté al personal y a todos los amigos que nos encontrábamos en el camino. La falta de rurales para completar los cupos facilitó el arribo de Martha a la casa médica, en fin, mi táctica lenta de conquistar a una santandereana que le gustaban los paisas había empezado en firme.

Gastronomía araucana
Terminar mi aventura en el llano fue algo doloroso, pero sin duda muy conveniente para mi peso y estado físico. Durante gran parte de mi juventud claramente hice parte del grupo de los pesos pluma o más bien peso lástima. Pese a disfrutar de un apetito notable, no había forma de ganar peso, situación que nunca me preocupó. El metabolismo adolescente asociado al uso de la bicicleta, como medio de transporte, me mantenían en el peso ideal para ser apodado como Gilligan, remoquete que no me producía ningún orgullo pero que, debo reconocer, se ajustaba a mi aspecto del momento. La llegada al llano disminuyó los hábitos deportivos y acrecentó mis oportunidades para consumir los alimentos. Esta sumatoria de hechos se tradujo en un lento pero progresivo aumento de peso. Es que no había manera de abstenerse, los desayunos, almuerzos y comidas a la carta y en abundancia hacían que el llano fuera el lugar ideal para alguien que como ya he dicho sufre de buen apetito. Jamás podré olvidar las hallacas que preparaban en el restaurante de la mama de Freddy. Con una devoción que solo la dan los años, la señora Ana preparaba unas hallacas tan sabrosas que sólo se pueden comparar con las hechas por mi mama y quedan empatadas. En el ranking de mis platos favoritos del llano, la hallaca con carne de cerdo ocupa el primer lugar. El sancocho de gallina, el bagre frito, el pisillo de chigüiro completan la lista de platos de la región que la hacen inolvidable en el aspecto gastronómico.
Un comentario aparte merece la carne a la llanera, en ese plato se conjuga la esencia del llano, preparar una mamona requiere el desarrollo de un ritual para el que solo está preparado personal de alto rango en la finca. Esta preparación se reserva para ocasiones especiales y sabe mejor cuando se degusta con la compañía de arpa, cuatro y maracas. Las mejores terneras las comí en la finca de los esposos Mijares o en la Antioqueña en donde siempre había todo lo descrito y cantidades navegables de licor. La carne de ternera o cerdo preparada con el calor indirecto que proporcionan leños acomodados en forma de pirámide se cocinaban a fuego lento asegurando un delicioso sabor y textura. El topocho, la papa y la yuca acompañados de suero llanero completaban la oferta de una forma inmejorable. Todavía me pregunto cómo no subí más de peso.

La estrella de los rurales.
Cumplir con el requisito de la medicatura rural fue una experiencia inolvidable. En la indómita y bella tierra araucana tuve la fortuna de compartir, con colegas de otras áreas del país, la experiencia de ejercer el rural. Los hechos ocurridos durante esta época son fuente inagotable de anécdotas e historias, algunas divertidas otras no tanto, que maduran en la barrica de mi memoria, para ser contadas cuando la vida lo permita. Una de esas historias, con visos de aventura, la vivió mi amigo Henry Lopierre durante su rural en Tame, Arauca.
La usual tranquilidad de la tarde, en la sala de urgencia del hospital, fue alterada por un grupo de vecinos que traían a un joven mal herido. El muchacho recibió, de manera accidental, una pedrada en la región temporoparietal derecha, mejor dicho en la cabeza. Al momento del ingreso estaba todavía consciente. El rural de turno luego de evaluarlo, entendió que debía tomar decisiones rápidamente. El paciente solo se quejaba del dolor en la zona del trauma, pero su estado de conciencia comenzó a empeorar tornándose somnoliento.
El exámen físico demostraba una diferencia en el tamaño de las pupilas. El hallazgo no dejaba dudas, la pedrada había impactado a la arteria meníngea media. La consecuencia, un hematoma epidural. La conducta, remisión inmediata a un hospital en donde un neurocirujano drenara el hematoma. El problema, conseguir un traslado seguro y rápido. Las 12 horas necesarias para cubrir el tramo terrestre podrían ser fatales para el paciente. Cada minuto que pasaba hacía más sombrío el pronóstico.
La última operación aérea desde el aeródromo tameño, despegó simultáneamente con el ingreso del paciente al hospital, traer un nuevo avión resultaba imposible. Las pistas sin iluminación y sin radio ayudas hacían imposible despegues y aterrizajes nocturnos, las operaciones del aeropuerto se cerraban a las seis de la tarde. El primer avión llegaría al despuntar el alba, solo hasta ese momento podrían hacer el traslado, antes, imposible. Se necesitaban las mismas 12 horas. El paciente no disponía de ese tiempo.
La juventud de los rurales imponía temores para tomar ciertas decisiones, pero al mismo tiempo otorgaba la irreverencia necesaria para poder salvar la vida del paciente. Es conocido, por todos los médicos rurales localizados en zonas lejanas, que una estrella divina ilumina nuestras ejecutorias y ayuda a nuestros pacientes. La despejada noche llanera trajo consigo a nuestra estrella que titilaba con intensidad.
Uno de los rurales decidió comunicarse con el hospital en donde desarrolló parte de su internado. En el Instituto Neurológico de Bogotá disponían de neurocirujano las 24 horas del día, ellos ayudarían.
Las instrucciones fueron claras, conseguir un taladro, esterilizar una broca y hacer una incisión dos centímetros por encima del pabellón auricular. Otra recomendación fue usar solo anestesia local, el progresivo deterioro del estado de conciencia hacia peligroso optar por la  anestesia general.
A las 4:30 pm comenzó el procedimiento. Los únicos taladros disponibles en el hospital eran los odontológicos. Estos resultaron insuficientes ante la dureza de la bóveda cráneana. Se necesitaba un equipo de mayor potencia, había que pedir ayuda a la comunidad. La noticia corrió como pólvora, de todas partes del pueblo llegaron taladros para hacer el orificio y salvar la vida del muchacho. Un taladro Black and Decker, prestado por la estación de policía, fue el elegido.
La broca metálica, hecha para duras maderas, abrió con facilidad un orificio en el cráneo del paciente. El primer intento fue fallido, el segundo tuvo éxito, una pequeña cantidad de sangre oscura drenó por el orificio. La pupila dilatada retornó a su normalidad, el hematoma estaba resuelto. Unos puntos al cuero cabelludo y un vendaje terminaron el procedimiento. Aunque había que esperar, los rurales estaban tranquilos, el paciente mostraba signos de mejoría, la estrella de los rurales y sus pacientes brillaba con intensidad en el cénit.

Un ecografo en Aruca
Tengo fresco en mi memoria el recuerdo del primer ecógrafo llegado a la ciudad de Arauca. Por aquellos días completaba los seis meses de servicio social obligatorio pactados para las zonas afectadas por el conflicto interno. Un emprendedor colega había tomado la decisión de comprar un moderno equipo de ultrasonido y un electrocardiógrafo capaz de leer el trazado. Ambas tecnologías eran nuevas para la región y aún para muchas zonas del país. Enamorado de la llanura y de Maruja, no tenía la menor intención de regresar a la vorágine de la capital y menos a Barranquilla. De manera que acepté la propuesta de hacer la consulta privada del único centro médico del llano Colombo-Venezolano con ecógrafo bidimensional y electrocardiógrafo inteligente.
Las expectativas eran buenas, por fin se disponía de una tecnología no invasiva que permitía estudiar los órganos internos. Sin embargo, los clientes no aparecían. Tuve tiempo de leer el clásico libro de electrocardiografía de Goldman y hacer una hoja de resumen con los principales criterios de diagnóstico electrocardiográfico. Esta hoja me serviría después para corregir los frecuentes errores del electrocardiógrafo inteligente y también me acompañaría durante los primeros años de residencia.
Cuando ya estaba a punto de abdicar al trono del centro médico y de la tecnología una jovencita de escasos trece años llegó de la mano de su padre.
La timidez de la niña y la severidad de su padre hacían imposible un interrogatorio fluido. Sin embargo, el motivo de consulta era claro, el padre quería usar la nueva tecnología para descubrir la causa del preocupante y prominente abdomen de su hija. Falsos médicos, abundantes en la zona y con mucho arraigo, intuían que la causa del abultado abdomen era tumoral y pronosticaban un desenlace fatal.
El padre y la hija embargados de un profundo temor ingresaron al salón del ecógrafo. El acondicionamiento propio de estos recintos con temperaturas muy bajas y prácticamente a oscuras aumentaba la incertidumbre del padre y la hija. Acostada en la camilla con la ingenuidad propia de la edad, la condición cultural y la pobreza, la niña no se le oía ni respirar. El padre aceptó con resignación sentarse en una silla frente a la camilla desde donde veía con claridad la pantalla del ecógrafo. Todavía hoy me pregunto si la escala de grises podía ser entendida por un hombre apenas criado en la rudeza del campo y con los sentimientos encontrados que le embargaban.
Para nosotros, el diagnóstico estaba cantado pero preferimos que las imágenes lo confirmaran. Después de muchos años de ejercicio profesional todavía no soy capaz de intuir la respuesta de un paciente y su familia ante un diagnóstico definitivo. En este caso el aspecto severo del padre presagiaba una reacción negativa al saber que el abdomen prominente era producido por un embarazo normal. Sin saber qué actitud tomar el ecografista prefirió prolongar la llegada de la verdad diciendo que no había tumor, que la joven estaba sana. Padre e hija sonrieron tímidamente esperando la respuesta definitiva. La noticia del embarazo causó una respuesta inesperada. El ceño fruncido y severo que acompañó al curtido hombre del campo desde la llegada, cambió por una sonrisa humilde y atribulada. Su hija no sólo no moriría sino que lo convertía en abuelo.

Finalmente…
Primero fue la mano en el bus, después la mano en la escalera del avión y edecán en Arauca. Rumbita por aquí, bailecito por allá, aproximaciones de unas y otras, pero nada. La táctica lenta no daba resultados concretos con la rubia y bella odontóloga, literalmente no daba ni la hora. Sabía que no le resultaba indiferente, pero necesitaba una oportunidad, un momento clave. Lo grave del caso, mi tiempo en Arauca por cuenta del rural expiraba. En pocos días debía retornar a Barranquilla. En una comida de tantas, Piter hizo algún comentario tratando de facilitar las cosas, pero se necesitaba una ocasión.
Aunque parezca mentira la oportunidad que necesitaba me la dieron unos paisas, mis rivales sentimentales. El 31 de mayo de 1989 ocurrieron, como por encargo, una secuencia de eventos que permitieron romper el “celofán” con la odontóloga. Esa noche los habitantes de la casa estábamos convocados en la sala alrededor del único televisor disponible. Nacional de Medellín y Olimpia del Paraguay disputaban la final de la copa Libertadores de América en el Campin de Bogotá. No voy a detenerme en las circunstancias del partido, solo mencionar que a Martha no le gusta mucho el fútbol. Sin embargo, las tensiones del encuentro la llevaron a sentarse con el grupo a ver el recordado final. Al terminar el encuentro, la emoción del partido y la temperatura araucana obligaron a buscar donde refrescar el ambiente. En ese momento resultaba propicio sentarse en la hamaca alcahueta situada en el patio de la casa como había contado. Al sentarse en ella se conjugaban dos propósitos mitigar el calor y aprovechar la cercanía. Esa noche una fortuita circunstancia se sumó al anhelado momento de intimidad. Como mandado por el hado del destino, un inesperado corte de luz nos dejo a oscuras en la hamaca. No esperé mas y un beso robé sin preguntar. Como se imaginarán, el resto es historia.

Despedida
Los avatares de la política y la situación económica me sacaron de Barranquilla y las mismas razones me hicieron regresar. Terminar el contrato con el Subsidio Familiar de Caja Agraria implicaba quedar desempleado, pero como la relación con Maruja se hacia mas solida, intenté buscar trabajo en la zona, empresa nada fácil de lograr. El doctor Matus me ayudó en su consultorio, empezaba a vivir de la consulta particular pero también de mis ahorros.
Mientras tanto en Barranquilla, la cosa política tomaba un rumbo favorable. El primo Abelardo fue nombrado gerente de la regional del Instituto Nacional del Seguro Social. Doña Betty su prima hermana, que seguía preocupada por mi ya prolongada estadía en el llano, habló con el primo y este sentenció: Tu hijo llega a Barranquilla e inmediatamente tiene trabajo. 
El cuarto de hora de la política había que aprovecharlo de manera que salí del llano en junio de 1989. Llegué a Barranquilla con la firme intención de regresar al ahora departamento del Arauca lo mas pronto posible. Ahora sobraban las razones para querer regresar, todavía no tenía el temor de caer en las trampas de la nostalgia que maquillan los recuerdos.
Quería volver al llano para relajarme observando desde la cerca de una finca ese inmenso y hermoso mar verde desconocido por tantos. Regresar para disfrutar una siesta en un chinchorro llanero después de degustar una deliciosa mamona, acompañada de topocho con suero, en la finca la Antioqueña. Escuchar el joropo A quien no le va a gustar en una tarde de coleo, viendo a los llaneros dar a los toros un filo y lomo es una razón suficiente para tomar un vuelo directo a la llanura. Sin embargo, la verdadera razón para querer volver a la hermosa tierra llanera es expresarle mi gratitud, pues en ella se gestaron dos aspectos importantes de mi vida.
Hacer el rural en el llano me trajo la seguridad que necesitaba para ejercer con altura la profesión. En Arauca aprendí a valorar el entrenamiento recibido en la Universidad del Norte y me dio la oportunidad de conocer a los residentes de la Universidad Nacional. Al ver el desempeño de estos médicos supe que la Nacional era mi meta. Cuando Rafael Ortiz, residente de tercer año de anestesia, dijo en alguna ronda del hospital: ¡usted puede! perdí definitivamente el miedo.
Por supuesto, también en Arauca inicié mi relación con Martha Claudia, hoy 30 años después de conocerla, 25 años de matrimonio y tres adorados hijos, doy gracias al llano, a la vida y al creador por darme la familia que tengo.
Como suele ocurrir, la vorágine del tiempo se llevo en sus volandas los momentos para expresar, de cuerpo presente, mi agradecimiento a la hermosa tierra llanera y aunque quizás estas notas sirvan para dispensar mi desapego, todavía guardo la esperanza de volver al Arauca vibrador.

sábado, 4 de abril de 2020

La mecedora

Una agradable lectura vespertina, fantástica para tolerar estas largas tardes de cuarentena, me llevó a recordar un tema pendiente de comentar con mis amigos y contertulios. En su crónica Katia Hernández Urueta, extraordinaria narradora de nuestro caribe, hace una corta mención que pudo pasar inadvertida a los lectores, sobre una costumbre de nuestra costa que ojalá no se pierda por los avatares de las nuevas épocas. Me refiero a la costumbre de sacar las mecedoras a la terraza y sentarse a conversar de lo divino y lo humano, saludando a todo aquel que pase por el frente de la residencia, mientras se atenúan los efectos de las altas temperaturas en el interior de la casa. Aprovecho entonces la crónica sabanera de hoy para dejar sentado en este texto un reconocimiento a este articulo fundamental en el mobiliario de cualquier casa de nuestra costa colombiana y de muchos lugares de nuestro país. La mecedora puede considerarse como el mueble infaltable en toda familia costeña. No creo equivocarme cuando digo que todo aquel que haya nacido en la costa colombiana fue dormido por una mecedora arrulladora.
Como trae mi amiga Katia a colación, en las terrazas costeñas las mecedoras acompañaron las historias, cuentos y leyendas que fueron contadas por los mayores a sus menores en las noches de calor. Pero no solo se contaron cuentos, las mecedoras fueron testigos de primera mano de todos los ires y venires de las familias. Sentados en ellas se arreglaron problemas de toda índole, se hicieron componendas, se aliviaron deudas y diferencias, en fin, las mecedoras fueron participes de la historia familiar.
Las propiedades terapéuticas de las mecedoras no están confinadas únicamente al aspecto paliativo de las altas temperaturas. Todos los médicos sabemos que la recuperación de un paciente convaleciente se logra con mayor presteza en una mecedora. No hay guayabo terciario que no se doble ante una mecedora pechichona.
Si tiene dificultades con la lectura de algún texto, le recomiendo sentarse en una mecedora bien confortable, sino lo entiende por lo menos se dormirá con comodidad. Mañana será otro día y con la mente despejada será fácil asimilar la lectura. El punto anterior me recuerda otro servicio aportado por la mecedora en los hogares. No hay mejor lugar para una siesta corta que una mecedora ojalá localizada por donde circula la brisa.
Seguramente ustedes mis amigos me ayudaran con otras utilidades de la mecedora, entre tanto les mando un fuerte abrazo de cuarentena.