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lunes, 20 de marzo de 2017

Por sapo



Contar cuentos, vivencias o experiencias manteniendo al oyente cautivo y en expectativa es un arte difícil de lograr. Siempre que reflexiono sobre esta idea o que me encuentro en situación de oír o contar una historia, recuerdo a un compañero de rural y una historia que contó un día de playa en Salgar.
Miguel estudió medicina en Rumanía durante el periodo final de la férrea dictadura, de corte estalinista, presidida por Nicolae Ceausescu. Para los 80, ese país vivía un momento difícil por la escasez de recursos y los conflictos internos que presagiaban la caída del régimen.
Una tarde, de esa peligrosa y confusa época, mi colega se fue al cine. Llegó solo, tenía la intención de descansar de los turnos más que disfrutar una película.
De la taquilla se desprendía una pequeña cola que presagiaba una mala entrada, los espectadores esperaban en silencio la apertura del teatro. Miguel nos contaba que no se podía conversar con todo el mundo. No se sabía quién trabajaba para el régimen y quién no. Para él, una frase mal interpretada podía significar la deportación y ya faltaba poco para terminar la carrera.
Una bella joven, acompañada por un chiquillo de unos 4 años, terminaba la cola al momento de su llegada. Se notaba preocupada, miraba para todas partes mientras aspiraba un cigarrillo con avidez. El pelao jugaba con un popular osito sin preocupaciones. Al fin médico, Miguel comenzó a imaginarse el cuadro "clínico" de la "paciente". De unos 30 años, la vieja lo que estaba era buena. Traía un elegante abrigo de piel que de inmediato la clasificaba como de estrato alto; parecía la mamá del pelaito y seguramente estaba metida en problemas.
No pudo resistir las ganas de preguntarle que le pasaba, aunque ya presagiaba la respuesta. Un cortante pero cortés "nada que puedas resolver" salió de sus labios sin remordimientos. Por sapo, pensó y siguió haciendo su cola. La taquilla estaba retrasada en abrir, quizás dando tiempo a la llegada de más espectadores.
No pasaron muchos minutos desde el fallido intento de abordaje, cuando la cola comenzó a moverse. La venta de los tiquetes en la taquilla aumentó las muestras de preocupación en la buenona. Se acercó a mi amigo y con un notorio cambio de actitud le pidió que cuidara al niño mientras ella daba una mirada por los alrededores. La cola se acortaba rápidamente. Entregó unos billetes cuidadosamente doblados. El monto cubría el valor de cuatro entradas y sobraba para los dulces. La cuarta entrada indicaba que esperaba otra persona, ¿el padre del niño? Quedaron a encontrarse en el mezzanine del teatro antes del inicio de la película.
Un algodón de dulce fue suficiente para mantener distraído al pelao, mientras llegaban los padres. La película estaba por comenzar y estos nada que aparecían. Miguel nuevamente se reprochó, por sapo.
Finalmente, entró tarde a la sala por esperar la llegada de la pareja. Decidió tomar unas sillas al lado de la entrada para enterarse de su llegada, pero nada. En que lío se había metido.
Un algodón de dulce, galletas y una bebida son suficientes para llenar el estómago de un niño y dejarlo dormido hasta nueva orden; menos mal, se dijo Miguel. Qué tal ese pelao despierto y preguntando por la mamá. 
No tenía otro camino, debía avisar a la Policía. Menudo lío se le había armado. En estos regímenes totalitarios los agentes del orden podían ser un problema mayor. Para colmo de males, colombiano. A finales de los 80, ser colombiano, aún en la lejana Rumanía, tenía sus connotaciones. Solo, con el niño al hombro y con mil vainas en la cabeza se acercó a una patrulla de la Policía. 
Ser médico tiene sus ventajas y esta vez no fue la excepción. Miguel fue tratado de una manera condescendiente, escucharon su relato y lo dejaron en una sala de espera con el niño, aun dormido. Aunque se sentía tranquilo, recordaba la frase de su madre: " por la verdad murió Cristo", no podía dejar de mirar la puerta custodiada por un gorila con cara de pocos amigos, ya pasaba la media noche. 
Un fuerte ruido lo despertó, en medio del sueño reconoció a la buenona señalándolo con ira. El gorila lo detuvo con un golpe seco. ¿Qué pasó? ¿En dónde estoy? Desde el piso, cayó en la cuenta que se había caído de su cama, todo había sido un sueño. 


viernes, 17 de marzo de 2017

El arte de silbar



Después de mucho ver, comparar y analizar confirmo el concepto de que uno nace y no se hace. Cada persona nace con unas habilidades intrínsecas que le serán propicias para ejercer tal o cual actividad en la vida. 
Una habilidad que nunca pude desarrollar pese a múltiples intentos y consejos fue la de chiflar. Chiflar e inclusive silbar, son destrezas que requieren unas características faciales y de caja torácica que no están presentes en todos los humanos y yo soy uno de ellos. Soy totalmente incapaz de chiflar, esa habilidad nunca la pude lograr. En mi adolescencia intenté chiflar fuerte de todas las formas posibles y no pasé de esparcir saliva por todo mi alrededor. Además, se ve uno totalmente ridículo tratando de silbar fuerte con el modo de silbar canciones.
De pura vaina mi incapacidad para chiflar no frustró el normal desarrollo de la adolescencia. Por no saber chiflar, nunca participé de la monumental lluvia de pitos que le daban a "guayaba" cuando la película se cortaba, en los cines del barrio. No podía vencer, en un chiflido grupal y distante, el miedo juvenil a lanzar un piropo. En el estadio era imposible llamar a un vendedor o pitar los árbitros o al equipo contrario. Llamar un taxi con un chiflido ni soñarlo. Cuando intenté hacerlo con un grito fui visto como un energúmeno. No saber chiflar era un problema.
No saber silbar en cambio, es un mal menor, cualquiera lo puede hacer y obtener los beneficios sedantes de esta práctica. Otra cosa es silbar bien, para esto se requiere de un buen oído y una buena caja torácica. Conservar la melodía sin que se note la falta del aire es un arte difícil de lograr. Silbar bien puede llegar a un nivel de sofisticación tal que el silbido produjo melodías de amplia recordación. Para la muestra un botón, Wind Of Change, del grupo alemán Scorpions, conjuga la dulzura de la melodía con la sensación de paz producida por el efecto de silbar. 
El cine se ha beneficiado de algunos silbidos muy melódicos. La marcha, El puente sobre el río Kway, el tema de la película El bueno el malo y el feo del genial Ennio Morricone y otras más son representativas de lo que un buen silbido puede lograr. De tal manera que ya sea por el efecto relajante obtenido o por el gusto de recordar una buena melodía, no me pierdo el placer de silbar así la entonación sea pobre. 















martes, 14 de marzo de 2017

Un viaje a Mompox


Viajar es uno de los placeres que más disfruto. Tomar un avión, llegar a un buen hotel y conocer nuevas ciudades ejercen en mí una fascinación superior. Desafortunadamente, en algunas ocasiones no siempre es posible disfrutar de todas las comodidades. Recuerdo que recién graduado, Lucho Bautista, compañero de estudios y amigo del alma, me contactó con la empresa para la cual él trabajaba en el sur del país. Esta compañía buscaba yacimientos de petróleo a través del método de la sísmica. La función del médico era tratar los accidentes derivados de estar metidos, en medio de la selva, haciendo trochas para plantar los explosivos que simulaban los sismos. Por aquellos días la empresa necesitaba un médico en la costa y yo necesitaba trabajar. No lo pensé mucho, la propuesta de trabajo conjugaba aspectos favorables. La empresa pagaba bien y la base del grupo estaba en la histórica ciudad de Mompox. Lo que implicaba viajar, conocer y pasar noches en hoteles que como ya he dicho es una experiencia agradable. Pensaba que, por tratarse de una empresa petrolera, no se detendrían en gastos para tener bien cómodo a su médico. De tal manera que acepté el trabajo sin hacer mayores preguntas.
Un bimotor ATR-42 de la desaparecida ACES me llevó desde Barranquilla al otrora puerto fluvial. El enamoramiento fue a primera vista, las antiguas y bien conservadas casas e iglesias de sencilla pero elegante arquitectura colonial, produjeron un encantamiento instantáneo. Todas uniformadas por pintura blanca, parecían detenidas en el tiempo. Tenía claras las referencias históricas, pero no alcanzaban para imaginar la belleza de este pueblo dejado a la deriva por el Magdalena.
Todavía faltaba lo mejor. Luego de recorrer el pueblo llegamos al hotel donde nos hospedaríamos. El Hostal de Doña Manuela, una bellísima casona de arquitectura colonial, adaptada por COTELCO para ser uno de los mejores hoteles de la región, nos daba la bienvenida. Sin los lujos de la arquitectura moderna, el Hostal estaba equipado con los elementos necesarios para una grata estadía. Amplios pasillos, un patio interior, al clásico estilo colonial, con un frondoso árbol que refrescaba el ambiente y habitaciones de altos techos, presagiaban una deliciosa temporada de trabajo.
Cansado del viaje y la caminata por el centro histórico de Santa Cruz de Mompox, dormí a pierna suelta. Una serenata de pájaros lugareños me despertó temprano, tuve tiempo para tomar un buen desayuno. El jefe del equipo ordenó que saliéramos con todos los enceres. Debíamos llegar temprano al campamento en donde esperaba la cuadrilla de empleados para el examen médico de admisión. Tendría un arduo día de trabajo.
Nací en Barranquilla a orillas del Magdalena y nunca había viajado en “Johnson”. Mi primera vez sería aquí en Mompox, río arriba y quien sabe para dónde. Luego de una escala técnica en Magangué, la embarcación se detuvo en un paraje a orillas del Magdalena. El famoso campamento estaba conformado por dos grandes carpas. Una, daba sombra a la zona de preparación de los alimentos y otra protegía los suministros. Completaban el campamento tres tiendas de campaña de tamaño regular. En una de ellas hacía cola un variopinto grupo de personas que esperaban el examen de admisión para obtener un trabajo mejor remunerado. Me mostraron la tienda que funcionaría como consultorio y me dijeron que la tienda contigua era la mía.  Con preocupación, deje mi maleta en una cama acondicionada dentro de la segunda tienda.
Era urgente hacer dos preguntas claves, pero al mismo tiempo era incapaz de dejar con los crespos hechos a las personas que esperaban un examen de admisión para tener un empleo digno. Pasé toda la tarde examinando hombres "sanos" sin nada que declarar en un examen de admisión, reconocer una enfermedad significaba ser descartado.

Los admití a todos, total ya intuía las respuestas a mis preguntas. Al Hostal de doña Manuela volvería solo por mi cuenta y el sanitario del campamento era el más amplio del mundo, podía escogerlo a la sombra de cualquier árbol de los alrededores. La primera la podía entender, la segunda en cambio, superaba con creces mi gusto por los viajes y la necesidad de un trabajo. Dos días después, en Barranquilla, fui al baño.