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domingo, 22 de enero de 2023

Mas de la gatronomía colegial



 
Nada más desalentador para los dedicados a registrar la nostálgica cotidianidad que no encontrar temas amables para comentar. Afortunadamente gentiles corresponsales asumen las funciones de la musa Clíope. Ellos evocan temas que nos permiten tener material para contar cuando la fuente parece agotarse.  
Agradecimientos entonces para la Dra. Melendez que me recordó algunas de las golosinas que se podían encontrar en las puertas de un colegio. Algodón de dulce, arropillas, panelistas de leche, bolitas de coco y pirulís eran los dulces que con mayor frecuencia se podían encontrar en la puerta de un colegio. 
Comienzo la remembranza con los pegajosos hilos rosados o azules del algodón de azúcar, estos en realidad era más fácil encontrarlos en las ciudades de hierro, junto a unas manzanas rojas caramelizadas. La preparación de este algodón de dulce requiere de una máquina que centrifuga azúcar teñida con colorantes y derretida por calor. Las fibras de azúcar derretida son capturadas girando un palito de madera que luego se empaca en una bolsa plástica transparente. Total, azúcar pura derretida, todo un garrotazo para el metabolismo de los glúcidos, antes no hay mas diabéticos. 
Tan dulces como el algodón de azúcar son las conservitas de leche y otros sabores. Los de marca Celis, santandereanos, eran de rechupete no acierto a decir cuál de todas esas variedades era la más sabrosa. Obviamente en la puerta de los colegios se obtenían conservitas de calidad inferior, todas ellas cubiertas con azúcar pulverizada, que el paladar infantil toleraba sin problemas.
La consistencia cauchosa de la arropilla con su delicioso sabor a panela es otro manjar que todavía se consigue en las calles quilleras envueltas en papeles de colores. La arropilla o melcocha es una preparación de panela derretida en agua con un toque de mantequilla y ralladura de limón. Una vez derretida la panela se amasa hasta obtener el punto de la preparación. En la universidad del Norte eran famosas las arropillas vendidas por Minga.
Azúcar derretida en agua y fuego con saborizantes producen algunos dulces tradicionales. La bolita de coco resulta de mezclar azúcar a punto de caramelo con coco. El pirulí a su vez, resulta de mezclar el mismo caramelo de azúcar con saborizantes de colores vivos. El resultado es un cono largo de colores, usualmente rojo y verde, con un palito en la base del cono como soporte.
A propósito del pirulí y sus vivos colores, jamás podré olvidar la respuesta que Apolinar Theran, el viejo Apo, le dio al profesor de gimnasia, José Deyongh, cuando este último lo reprendía por no tener un uniforme de deportes completamente blanco. Con el repentismo característico de nuestro Caribe, Apolinar respondió al regaño con una frase que desafortunadamente solo entenderán mis condiscípulos del San José: que va si usted parece un pirulí.    

Gastronomía colegial

 

Un entrañable hermano conocedor de mis nostalgias quilleras me hizo llegar una elegante nota escrita por Agustin Garizábalo, un soledeño excelente caza talentos de fútbol y mejor escritor a juzgar por la nota mencionada.

Se refiere Garizábalo en su nota al llamado martillo, una suerte de nuez de quién sabe qué procedencia que era vendida en la puerta de los colegios sin ningún tipo de restricción. Para obtener la nuez se necesitaba una forma de pelar la fruta que requería cierta habilidad. Confieso que no recuerdo el sabor del dichoso martillo.

La lectura me hizo recordar la amplia gama de cosas que se vendían en las zonas de acceso de los colegios por los llamados carretilleros. Lo más vendido eran y son todavía las frutas de temporada, mangos verdes, ciruelas en cualquier condición, mamones, corozos y algunas otras frutas tradicionales que servían para calmar el hambre de los estudiantes. Los carretilleros las vendían cuidadosamente dispuestas en bolsas de papel con el fondo recogido solas o mezcladas con sal, pimienta o limón sin ninguna norma de higiene o de refrigeración. Para calmar la sed también se vendían y todavía se consiguen bolis de todos los sabores, raspao, conos y paletas.
Las ventas a puertas de colegios ofrecían en nuestras época de pantalón corto otras especialidades desaparecidas hoy de la gastronomía colegial. Por aquellos tiempos  hacían parte de la oferta guindas, peritas de las rojas, uvitas de playa y los mencionados martillos. Debo confesar que tampoco tengo en mi memoria el sabor de la guinda o de la uvita de playa. Pero los de las peritas me parece estar comiéndolas. Mi primer contacto con la perita roja fue en la casa de la señora Olga Visbal, vecina del barrio centro, que tenía en su patio un palo, léase árbol, de donde bajábamos y comíamos peritas sin cuartel. Cuando la familia se mudó a la carrera 48, el contacto con esta fruta se mantuvo por las que traían los carretilleros a la puerta del colegio. Con los años tampoco la volví a ver en las calles de la ciudad, de tal forma que ya me había olvidado de esta fruta exótica hasta hoy, que la nota de Garizabalo sobre los martillos me recordaron la gastronomía de la puerta de los colegios.

domingo, 8 de enero de 2023

El tenis


Siempre fui el malo de la cuadra para practicar los deportes. Cuando se escogían los jugadores para un partido callejero de bolaètrapo, jugar fútbol ni soñarlo, el orden era bien claro, los hermanos Echeverri de primeros y Elías de último y de portero. En beisbol tenía garantizadas dos posiciones: la banca y cuando entraba a jugar en las entradas finales el right field era mi destino. La posibilidad de que un batazo llegara por esos lados del campo era escasa lo que generaba tranquilidad al técnico y a mis compañeros de equipo.

Mi estatura, ligeramente superior al promedio, facilitó un poco el baloncesto. La primera cancha de “básquet” del Suri Salcedo la estrenamos los vecinos del parque jugando dos equipos de a tres en media cancha. Los logros no fueron muchos de manera que abandoné el básquet y me quedé con la bicicleta, usada más como vehículo de transporte que como equipo deportivo. 

Mi última experiencia deportiva fue con el tenis. Estaba claro que no daba pie con bola en los deportes de conjunto y necesitaba hacer ejercicio para limitar el avance de los achaques que el envejecimiento trae. Entonces me propuse aprender a jugar el deporte blanco. 

Dos canchas de tenis situadas en el parque Eugenio Macias a unas pocas cuadras de mi casa fueron el punto de partida de mi nueva incursión deportiva. El profesor Coronel asumió el reto de enseñar un deporte a un tipo sin habilidades físicas y apunto de completar el primer chorizo. La tarea no era fácil, el poco tiempo dedicado a las practicas y las ya mencionadas limitaciones para los deportes hacían lento el aprendizaje. De manera que mi debut en las canchas se retrasó un tiempo más. Pocos años después, la visita del amigo Parkinson me hizo entender que debía retornar a las canchas. Por supuesto el reto era mas difícil y Coronel ya no estaba, el encargo necesitaba una persona especial. 

José Muñoz un hombre marcado por una sonrisa eterna y una inagotable capacidad para enseñar buscando alternativas para que sus pupilos aprendieran a jugar al tenis, fue el profesor que logró convencerme a mi mismo que ni el Parkinson, ni los otros achaques que afectaban mi rendimiento deportivo eran una razón suficiente para impedirme pasar la pelota por encima de la red.

Hoy, no sé cuantos años después, con la dolorosa partida de José víctima del COVID 19, sigo en las canchas tratando de pasar la bola por encima de la malla y ponerla en el lugar adecuado para que mi rival no tenga oportunidad de devolverla. Angelica y Gonzalo los hijos de José, con Toño, Mario y Paul continúan tratando de ayudarme a mejorar mis golpes a ver si logramos vencer el aforismo “Lo que natura no da, Salamanca no lo cura”