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viernes, 13 de octubre de 2017

¡Haga ejercicio!


¡Tiene que hacer ejercicio! Esta frase, usualmente pronunciada en tono imperativo, como de regaño, es indicada por todos los profesionales de la salud ante cualquier consulta. Llega a tal punto el asunto que todo el mundo manda, literalmente, a practicar alguna forma de ejercicio seguramente sin conocer las circunstancias derivadas de iniciar algún deporte.
Les voy a contar mi experiencia derivada de comenzar a paliar con ejercicio los achaques propios de llegar al quinto piso. La ropa deportiva no fue problema. Mi señora, interesada desde hace tiempo en convencerme de las bondades de practicar algún deporte, ya tenía set completo de camisetas y pantalonetas para hacer ejercicio por más tiempo del disponible.
Desempolve, literalmente, una caminadora que fue convertida en perchero desde hace tanto tiempo que ya no se sabía el tipo de máquina original. Como era de esperarse, la caminadora no tenía remedio. El consabido estribillo “Se dañó la tarjeta” usado por todos los técnicos que arreglan cosas, presagiaba que el inicio del ejercicio saldría más caro de lo esperado.
Con la firme idea de comenzar la actividad deportiva caminando, deseché la idea de entrar a un gimnasio. Además, con lo que he pagado en gimnasios, a los cuales nunca fui, ya podría tener uno en mi casa. La decisión estaba tomada, caminaría por la vecindad.
El entusiasmo de la primera noche de caminada fue neutralizado por una sospechosa pareja de jóvenes que me seguían los pasos de cerca. Para evadirlos decidí cruzar la calle rápidamente, tan rápido que no vi venir una moto sin luces que casi me arrolla. Los jóvenes ni cuenta se dieron.
Con la frecuencia cardíaca a mil, no precisamente por el ejercicio, decidí caminar a un parque cercano en donde siempre había caminantes en busca de la salud perdida. 
El parque resultó estar en magníficas condiciones, no recordaba la razón que me había hecho desistir de usar sus caminos bordeados por viejos y frondosos almendros. Algunas personas caminaban aprovechando el aire puro y la frescura de la arboleda. No acababa de llegar cuando vi las razones para no caminar por este parque. Varios perros callejeros venían muy campantes desde el otro lado de la vereda. Desde niño le tuve pavor a los perros, cambié la dirección y me fui en sentido contrario. Los perros notaron mi temor y se dirigieron hacia mi ruta de escape. Cuando la frecuencia cardíaca nuevamente subía como un cohete apareció mi salvación. Un indigente notó mi situación y sin el menor temor espantó a los perros permitiéndome una salida decorosa del parque, no sin antes dejar una propina a mi salvador.
Motos sin luces, perros callejeros, indigentes pidiendo plata, tocó volver al gimnasio porque los achaques de los cincuenta no dan espera.

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