En la búsqueda de ejercer
la medicatura rural sin tener que pagar con votos el favor a un político y con
la esperanza de obtener un buen sueldo que sirviera para compensar los
esfuerzos de mis padres, llegué a Bogotá. Nunca había puesto un pie en la capital
y la verdad, no nos digamos mentiras, llegaba “cagao”. Razones para mis temores se contaban y necesitaba los
dedos de las manos y los pies, que la violencia, que la inseguridad, que las
bombas, que las distancias, que nunca había estado en ella, que no tenía un
apoyo económico en fin una multitud de razones, pero la causa que realmente me
preocupaba era tener que enfrentar mi ignorancia en temas médicos. El cuento
era que las universidades de la costa formaban profesionales de poca monta, de
medio pelo, mientras que en el interior todos eran genios y se las sabían
todas. Lo más grave era que semejante falacia yo me la creía.
Mis mejores amigos, en cambio, se habían quedado en la segura costa atlántica. En casa de Piter amigo desde el colegio me hicieron la despedida, conversamos sobre las expectativas, bailamos y reímos con las anécdotas vividas durante la carrera que de allí en adelante se repetirían en cada reunión, como si fuera la primera vez y con las mismas estruendosas carcajadas.
Solo una semana había pasado desde aquella despedida, el refrán dice "más largo que una semana sin carne" pues yo puedo decir más largo que una semana con expectativas, una semana de esperas. El proceso de selección en la Caja Agraria era largo, toda clase de pruebas psicotécnicas, test de coeficiente intelectual, exámenes médicos y todavía no sabía ni cuándo ni a dónde sería asignado. Aspiraba trabajar en una unidad móvil, los recargos por la movilización hacían que el sueldo fuera más atractivo. Pero pasaban los días y nada se sabía, finalmente fui citado por la gerente del Subsidio Familiar. Malas noticias, un accidente sacaba de circulación la unidad móvil para la cual estaba asignado, solo quedaba la vacante de Arauca, que nadie quería tomar por las condiciones de violencia. Lo peor no era eso, no había recargos que aumentarán el sueldo, solo se disponía del básico. Ni siquiera lo pensé, el rural era un escollo en la carrera por una especialidad y había que superarlo.
No tenía con quien compartir la decisión, las comunicaciones en los ochentas no son las de ahora, llamé por el precario y costoso servicio de larga distancia a mi mamá para contarle mi decisión y tranquilizarla argumentando que ese rural era el apropiado, esos argumentos ni yo mismo los creía.
Lo cierto es que sin intención solo por los azares del destino, Piter y yo nos volveríamos a encontrar esta vez en tierras araucanas. Piter Lopierre mi hermano, aquel que llegó por accidente a terminar los últimos seis meses del bachillerato en el colegio San José y con quien, también por accidente, compartí la formación médica, había conseguido una plaza para rural en Arauca, adónde yo, por otro accidente había sido enviado.
Mis mejores amigos, en cambio, se habían quedado en la segura costa atlántica. En casa de Piter amigo desde el colegio me hicieron la despedida, conversamos sobre las expectativas, bailamos y reímos con las anécdotas vividas durante la carrera que de allí en adelante se repetirían en cada reunión, como si fuera la primera vez y con las mismas estruendosas carcajadas.
Solo una semana había pasado desde aquella despedida, el refrán dice "más largo que una semana sin carne" pues yo puedo decir más largo que una semana con expectativas, una semana de esperas. El proceso de selección en la Caja Agraria era largo, toda clase de pruebas psicotécnicas, test de coeficiente intelectual, exámenes médicos y todavía no sabía ni cuándo ni a dónde sería asignado. Aspiraba trabajar en una unidad móvil, los recargos por la movilización hacían que el sueldo fuera más atractivo. Pero pasaban los días y nada se sabía, finalmente fui citado por la gerente del Subsidio Familiar. Malas noticias, un accidente sacaba de circulación la unidad móvil para la cual estaba asignado, solo quedaba la vacante de Arauca, que nadie quería tomar por las condiciones de violencia. Lo peor no era eso, no había recargos que aumentarán el sueldo, solo se disponía del básico. Ni siquiera lo pensé, el rural era un escollo en la carrera por una especialidad y había que superarlo.
No tenía con quien compartir la decisión, las comunicaciones en los ochentas no son las de ahora, llamé por el precario y costoso servicio de larga distancia a mi mamá para contarle mi decisión y tranquilizarla argumentando que ese rural era el apropiado, esos argumentos ni yo mismo los creía.
Lo cierto es que sin intención solo por los azares del destino, Piter y yo nos volveríamos a encontrar esta vez en tierras araucanas. Piter Lopierre mi hermano, aquel que llegó por accidente a terminar los últimos seis meses del bachillerato en el colegio San José y con quien, también por accidente, compartí la formación médica, había conseguido una plaza para rural en Arauca, adónde yo, por otro accidente había sido enviado.
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