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lunes, 23 de marzo de 2015

Un Viaje a El Carmen

Desde muy niño fui un buen representante del grupo de los que tienen buen apetito, hoy no sé, si con orgullo o preocupación, mi papá decía que era más fácil vestirme que mantenerme. Claro que los buenos apetitos eran selectivos, esta propiedad desaparecía de manera instantánea cuando el plato venia constituido por verduras, vísceras de cualquier tipo o pescados de río. Ni el hambre más apremiante me obligó a comerme una de estas viandas, hasta ahora.
Sin embargo, a todo marrano le llega su noche buena, y yo no soy la excepción. Había sido invitado al Carmen, Norte de Santander, a pasar unos días de vacaciones con la tía Áurea, y la familia de su hijo Carlos. La tía era sin la menor duda, una matrona santandereana a carta cabal, con todos los honores y abolengos, que con mano cariñosa pero firme dirigía los destinos de la casa materna sin que se moviera una hebra sin su conocimiento y autorización. La tía que quería a mi mamá como a una hija y a mí como a otro nieto, dispuso viajar al Carmen con el fin de conocer el pueblo materno.
Fuimos recibidos con gran regocijo, no era para menos, la tía y su hijo Carlos volvían al pueblo después de muchos años de ausencia, acompañados por las nuevas generaciones, herederas de la cultura carmelitana.
Como en muchos otros lugares, gran parte de la cultura se apoya firme en la gastronomía y el Carmen tiene como su gran exponente, la arepa. Hecha de maíz blanco bien amasado y sin sal, sirve de acompañamiento para lo que a usted le plazca, resultando un plato sin igual. La arepa suele prepararse para el desayuno o la comida, de manera que la primera invitación fue a tomar un buen desayuno carmelitano en casa de unos parientes, desconocidos por mí, pero que apreciaban a mi madre de tal manera, que me trataban como si me conocieran de toda la vida.
Sentado a la cabecera de una gran mesa familiar, fuimos servidos inicialmente con una changua a la que no le faltaba nada, ella sola ya era una comida completa, pero este desayuno tenía toda la intención de ser de proporciones faraónicas. Hasta la changua y la arepa todo salía literalmente a pedir de boca, los problemas aparecieron cuando me sirvieron el plato fuerte, en un bandeja de esas que sirven para servir el famoso plato paisa, venia un hígado encebollado de proporciones pantagruélicas. Debo decir que su aspecto era muy provocativo, pero el hígado nunca fui capaz de comerlo y hoy, sería la excepción. Mientras a mí solo el olor ya me producía náuseas, los demás comensales, incluyendo a la tía, ponderaban las habilidades culinarias de los dueños de casa. Trágame tierra, la única que me salva de estas, mi mamá, estaba en Barranquilla, me tocaba comerme el hígado. Ya con los dos primeros bocados, las gotas de sudor y la palidez me hacían ver quién sabe en qué estado, el cual fue detectado por un primo anfitrión y muy dicharachero. A este que le pasa, fue su expresión, seguro que no le gusta el hígado, como a la mamá, tráiganle un bistec de lomo de cerdo para que se le mejore el semblante. No pude evitar las lágrimas, no sé si por haberme salvado de ese predicamento o por saber que pertenecía a una familia, que aun en la distancia, bien se conocía.

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