Desde muy niño fui un buen representante del
grupo de los que tienen buen apetito, hoy no sé, si con orgullo o preocupación,
mi papá decía que era más fácil vestirme que mantenerme. Claro que los buenos
apetitos eran selectivos, esta propiedad desaparecía de manera instantánea
cuando el plato venia constituido por verduras, vísceras de cualquier tipo o
pescados de río. Ni el hambre más apremiante me obligó a comerme una de estas
viandas, hasta ahora.
Sin embargo, a todo marrano le llega su noche buena, y yo no soy la excepción.
Había sido invitado al Carmen, Norte de Santander, a pasar unos días de
vacaciones con la tía Áurea, y la familia de su hijo Carlos. La tía era sin la
menor duda, una matrona santandereana a carta cabal, con todos los honores y
abolengos, que con mano cariñosa pero firme dirigía los destinos de la casa
materna sin que se moviera una hebra sin su conocimiento y autorización. La tía
que quería a mi mamá como a una hija y a mí como a otro nieto, dispuso viajar
al Carmen con el fin de conocer el pueblo materno.
Fuimos recibidos con gran regocijo, no era para menos, la tía y su hijo Carlos
volvían al pueblo después de muchos años de ausencia, acompañados por las
nuevas generaciones, herederas de la cultura carmelitana.
Como en muchos otros lugares, gran parte de la cultura se apoya firme en la
gastronomía y el Carmen tiene como su gran exponente, la arepa. Hecha de maíz
blanco bien amasado y sin sal, sirve de acompañamiento para lo que a usted le
plazca, resultando un plato sin igual. La arepa suele prepararse para el
desayuno o la comida, de manera que la primera invitación fue a tomar un buen
desayuno carmelitano en casa de unos parientes, desconocidos por mí, pero que
apreciaban a mi madre de tal manera, que me trataban como si me conocieran de
toda la vida.
Sentado a la cabecera de una gran mesa familiar, fuimos servidos inicialmente
con una changua a la que no le faltaba nada, ella sola ya era una comida
completa, pero este desayuno tenía toda la intención de ser de proporciones
faraónicas. Hasta la changua y la arepa todo salía literalmente a pedir de
boca, los problemas aparecieron cuando me sirvieron el plato fuerte, en un
bandeja de esas que sirven para servir el famoso plato paisa, venia un hígado
encebollado de proporciones pantagruélicas. Debo decir que su aspecto era muy
provocativo, pero el hígado nunca fui capaz de comerlo y hoy, sería la
excepción. Mientras a mí solo el olor ya me producía náuseas, los demás
comensales, incluyendo a la tía, ponderaban las habilidades culinarias de los
dueños de casa. Trágame tierra, la única que me salva de estas, mi mamá, estaba
en Barranquilla, me tocaba comerme el hígado. Ya con los dos primeros bocados,
las gotas de sudor y la palidez me hacían ver quién sabe en qué estado, el cual
fue detectado por un primo anfitrión y muy dicharachero. A este que le pasa,
fue su expresión, seguro que no le gusta el hígado, como a la mamá, tráiganle
un bistec de lomo de cerdo para que se le mejore el semblante. No pude evitar
las lágrimas, no sé si por haberme salvado de ese predicamento o por saber que
pertenecía a una familia, que aun en la distancia, bien se conocía.
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