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sábado, 28 de marzo de 2015

Mis días de Monaguillo

Por estos días de Semana Santa no puedo evitar recordar las épocas de monaguillo transcurridas, quizás por algunos meses, en la iglesia de Nuestra Señora del Rosario. Andaba por los 10 años y ya comenzaba a tener noción del dinero de manera que a diferencia de Andrés, el de Rubén Bladez, me metí de acólito para ganarme unos pesos, necesarios para los gastos extras, que la maltrecha economía familiar estaba lejos de permitir.
Criado en una familia católica practicante, no fue difícil cumplir con las labores adjudicadas a los asistentes de los sacerdotes, total los veía todos los domingos y sabía que hacían. Lo que no conocía era el lugar donde se preparaban, de haberlo sabido quizás me habría arrepentido, pues los interiores de las iglesias siempre parecen hechos para escenario de películas de terror. Todavía, tantos años después, cierro los ojos y recuerdo el lúgubre recinto en donde se guardaban los implementos y sotanas para la misa. Armarios sencillos de color oscuro, dispuestos uno al lado del otro formaban un estrecho y largo pasillo de puertas iguales. Del techo alto y abovedado colgaba un solitario e insignificante bombillo que despedía una titilante y macilenta luz amarilla, incapaz de iluminar el sitio, pero productora de unas amenazantes sombras, que Orson Wells o Alfred Hitchcock envidiarían para sus películas.
A ese pasillo tocaba entrar antes de todo acto litúrgico, de manera que yo llegaba siempre purgado y confesado luego de entrar y salir de ese lugar. Hoy, creo que la disposición de ese recinto era un truco de los curas para que los monaguillos no entraran a comerse las hostias o a beberse el vino de consagrar, en mi caso, el ardid dio resultado.
Pese a mis reconocidas habilidades en el campo de los miedos, de todas maneras una iglesia, puede ser un lugar en donde un niño puede encontrar mucha diversión y el campanario sí que las producía. El campanario de la iglesia era la mezcla perfecta para obtener diversión en un marco asustador, como las atracciones modernas. Se accedía a él luego de abrir una pesada reja metálica que para un niño de mi edad ya era un reto. Si la luz del recinto en donde se guardaban los utensilios de la liturgia era al menos, precaria, imaginen la del campanario, no había. Una escalera en forma circular llevaba a los pisos superiores, la luz se filtraba a través de unos calados dispuestos en la pared para este fin. Subir para tomar los lazos de las campañas era toda una aventura, además de la mala iluminación, una bandada de murciélagos acompañaba la subida que culminaba en un rellano de la escalera en donde se tomaban los lazos para literalmente tirarnos escaleras abajo y hacer sonar el repique, esto era lo divertido.
La subida a la azotea, las limosnas, la procesión de Semana Santa y una incursión en los terrenos de los efectos especiales para poder ver el investigador submarino, serán tema de otra crónica, porque aquí el espacio se acabó.

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