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viernes, 8 de julio de 2016

Comidas de la calle

Para conocer una ciudad o un país y sus costumbres es necesario enfrentar la experiencia de probar su comida callejera. Aunque parezca disonante, uso el verbo enfrentar porque literalmente puede ser un reto consumir comidas en las calles de una ciudad por muy desarrollado y famoso que sea el lugar.
Unos ejemplos pueden confirmar la postura del reto que significa la comida de la calle.
Alguna vez, buscando unos muy recomendados choripanes callejeros en Buenos Aires, nos perdimos y fuimos a dar a un peligroso momento del cual por poco no salimos. Terminaba un partido entre Boca y River y nosotros, detrás de los choripanes, quedamos en la mitad del enfrentamiento entre las barras bravas. Hasta el hambre se nos quitó del susto. 
La búsqueda de perros calientes típicos ha dado para varios de los retos producidos por las comidas de la calle. Una vez, salimos a buscar un perro caliente típico alemán con salchicha de proporciones faraónicas y sabor callejero. El compañero encargado de la expedición, en búsqueda de caninos gigantes comestibles, había pasado muchas vacaciones en Berlín, de manera que nos llevaba con seguridad, pero nunca encontró el camino ni el lugar. La búsqueda de esos perros se convirtió en un reto para los pies. Caminamos alrededor de ocho kilómetros y nada del famoso perro callejero berlinés. Terminamos comiendo unas salchichas normalitas y caras en un restaurante marca X. 
Pero si de perros caros se trata, ninguno le gana a un medio perro que comí en San Francisco. Caminábamos por el emblemático puerto de la ciudad y me encontré con una venta de "Hot Dogs" con todas las características de un buen perro callejero, salchicha gruesa aunque no grande, abundantes salsas para servírselas "ad libitum" y Coca Cola incluida en el precio. Sin pensarlo y sin mirar la letra menuda pedí uno. El impulso fue seguido por un colega igual de antojado que me pidió la mitad para probar. El sabor del pan y el perro en general cumplieron las expectativas, de manera que fui a pagar para pedir otro más, cuando me enfrenté con un nuevo reto de la comida ambulante. Diez dolaretes cobraron por el perro y la gaseosa. La comida rápida más cara de la historia, medio perro, dos bocados, por diez dólares. Todo debido al renombrado lugar en donde se compró. 
Ahora, cuando de renombrados y glamurosos lugares se trata nada como París. Pues en la ciudad luz también se enfrentan retos con la comida callejera. Alguna vez, en la famosa plaza de Trocadero, mi hija fue a comprar unos crepes con nutela vendidos en carros ambulantes. Notamos que había dos ventas de estas características. Siguiendo el aforismo que en donde hay más gente debe ser mejor la comida nos fuimos a comprar en donde había cola. Dos animadas jóvenes afrodescendientes atendían el carro. El sazón afro, pensé, debe establecer la diferencia con el otro carro, que de paso era atendido por rubias desendientes celtas.  Mi hija animada por el lugar no se percató del arduo trabajo de las jóvenes. Preparaban los crepés, servían refrescos y cobraban, hacían de todo y sin guantes, por supuesto. Ese era el secreto del sabor. El carro sin clientela en cambio, parecía cumplir las reglas de la higiene. 
Lo que me lleva al último comentario, la comida callejera más sabrosa es la que impone retos. El problema es cuando el reto es para la salud. 

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