Dormía profundamente, al buen hábito de dormir que por herencia me venía se
adicionaba el cansancio producto de un viaje largo. Corría con mi papá por el
bosque de aguacateros contiguo a la casa de la tía Magola. El tío Eliecer
bajaba deliciosos aguacates para el almuerzo. En medio de tan dichoso placer un
lúgubre y penoso ruido amenazaba mi tranquilidad. Se escuchaba fuerte pero
intermitente semejaba el lamento de un lobo. El tétrico sonido aumentaba en
intensidad como acercándose al lugar donde dormía, me desperté.
El azaroso despertar fue acompañado con una transitoria pérdida de ubicación. No reconocí el lugar donde dormía. Un tenue sol de otoño que se filtraba por la ventana indicaba que la tarde ya estaba de salida. La luz y el silencio llevaron tranquilidad a mi corazón, estaba soñando, estoy en Miami, que puede pasar.
Sin cumplir aun los nueve años la tía Magola dispuso que debía pasar mis primeras vacaciones en los Estados Unidos. Esa tarde había llegado con mi papá.
Silencio, no hay nadie, me dejaron solo, sin moverme del sofá en donde estaba, agucé el oído. De pronto, otra vez el lamento se escuchó en toda la estancia, temblaba de miedo, no era un sueño. Nunca había oído ese ruido en mi vida. Pero no debía asustarme, en escasas seis horas ya había visto tantas cosas. Todo lo que veía lucía nuevo, los tamaños eran simplemente apabullantes. Salir del avión por un gate desplazado hasta la puerta, las maletas salían por una cinta mecánica, aviones de todos los tamaños en un aeropuerto que no parecía tener final. Si el aeropuerto me había sorprendido, la ciudad no era inferior. Para esa época en Barranquilla el único puente que había era el de la avenida Olaya Herrera sobre la calle 48 o arroyo de felicidad. Recuerdo perfectamente que experimentar el vacío al bajar aquel pequeño puente era la emoción más extrema que se podía vivir en Barranquilla por esos años. La diferencia era arrolladora. Puentes de varios carriles, cruzando unos sobre otros, vías extraordinarias. En Miami no hay de qué preocuparse.
El lúgubre lamento volvió a escucharse en toda la casa, parecía venir del patio de la casa. Mi joven imaginación creaba todo tipo de causas para el infernal ruido. No me quedaría un minuto más en la casa. Además, el tiempo pasaba y la luz se hacía cada vez menor.
El bosque vecino que a mi llegada parecía muy divertido de explorar, en este momento se me antojaba aterrador. En un intento de adquirir seguridad le puse seguro a la puerta de vidrio que daba al patio y al bosque. En la calle no se veía un alma. Parecía un pueblo desierto, no caminaba nadie, ni carros, que desespero. En Barranquilla ya estaría todo el mundo en la calle con ese ruido. Cuando todo parecía calmarse, el ruido pareció producirse dentro de la casa. No me voy a quedar para saber que produce el ruido. Corrí, corrí y corrí, la puerta de los vecinos parecía del otro lado del mundo, que Miami ni que nada, yo me regreso a Barranquilla.
Temblando de miedo y casi sin poder hablar llegué a la casa de los vecinos que me habían presentado al momento de mi llegada. Los San Juan era una queridísima familia de cubanos, como la mayoría de los que habitaban en Hialeah, que fueron vecinos de la tía toda la vida. Urbano y Gladys se preocuparon al verme entrar de sopetón y con la cara de susto que debía llevar. Traté de explicar que mientras dormía un lobo hacia un sonido horrible o mejor dicho que había un ruido en el bosque o en el patio. No sabía cómo explicar el ruido. En ese momento el lamento tétrico no se oía, pero yo no estaba dispuesto a volver a la casa ni de vainas. Yo, capitán vitalicio del equipo de los cagaos ni amarrado volvía. Me miraron con incredulidad, Urbano salió para la casa armado con su puro habanero y una sonrisa que me produjo seguridad. Estamos en Miami, no pasa nada.
No alcanzó a salir de la casa cuando el ruido se escuchó perfecto en la terraza. Los veía a la cara, ni se inmutaban, parecía que no escuchaban el ruido, yo no me lo inventaba. Urbano se percató y se acercó condescendiente, había entendido mi susto. El ruido que me tuvo en vilo y que nunca olvidaría hasta hoy, era producido por el pito de los múltiples trenes que atraviesan una ciudad moderna.
En nueve años de vida podía resumir mi experiencia con trenes en dos. El primero la canción que dice Santa Marta tiene tren y no tiene tranvía y el segundo una foto con la pequeña y vieja locomotora que estaba de recuerdo en Puerto Colombia y que por supuesto nunca le había escuchado el pito. De manera que por cuenta de la inoperancia de múltiples gobiernos, los colombianos no tenemos experiencia con el uso del tren y al paso que vamos seguiremos así muchos años más.
Les cuento que tengo una impagable deuda de gratitud con los San Juan. El anécdota era para contarlo a todo el mundo y tomarme el pelo por muchos años, pues no. Nunca lo contaron, no le dijeron nada a mi papá ni a la tía, se guardaron mi susto infantil que solo se reveló en estas líneas.
El azaroso despertar fue acompañado con una transitoria pérdida de ubicación. No reconocí el lugar donde dormía. Un tenue sol de otoño que se filtraba por la ventana indicaba que la tarde ya estaba de salida. La luz y el silencio llevaron tranquilidad a mi corazón, estaba soñando, estoy en Miami, que puede pasar.
Sin cumplir aun los nueve años la tía Magola dispuso que debía pasar mis primeras vacaciones en los Estados Unidos. Esa tarde había llegado con mi papá.
Silencio, no hay nadie, me dejaron solo, sin moverme del sofá en donde estaba, agucé el oído. De pronto, otra vez el lamento se escuchó en toda la estancia, temblaba de miedo, no era un sueño. Nunca había oído ese ruido en mi vida. Pero no debía asustarme, en escasas seis horas ya había visto tantas cosas. Todo lo que veía lucía nuevo, los tamaños eran simplemente apabullantes. Salir del avión por un gate desplazado hasta la puerta, las maletas salían por una cinta mecánica, aviones de todos los tamaños en un aeropuerto que no parecía tener final. Si el aeropuerto me había sorprendido, la ciudad no era inferior. Para esa época en Barranquilla el único puente que había era el de la avenida Olaya Herrera sobre la calle 48 o arroyo de felicidad. Recuerdo perfectamente que experimentar el vacío al bajar aquel pequeño puente era la emoción más extrema que se podía vivir en Barranquilla por esos años. La diferencia era arrolladora. Puentes de varios carriles, cruzando unos sobre otros, vías extraordinarias. En Miami no hay de qué preocuparse.
El lúgubre lamento volvió a escucharse en toda la casa, parecía venir del patio de la casa. Mi joven imaginación creaba todo tipo de causas para el infernal ruido. No me quedaría un minuto más en la casa. Además, el tiempo pasaba y la luz se hacía cada vez menor.
El bosque vecino que a mi llegada parecía muy divertido de explorar, en este momento se me antojaba aterrador. En un intento de adquirir seguridad le puse seguro a la puerta de vidrio que daba al patio y al bosque. En la calle no se veía un alma. Parecía un pueblo desierto, no caminaba nadie, ni carros, que desespero. En Barranquilla ya estaría todo el mundo en la calle con ese ruido. Cuando todo parecía calmarse, el ruido pareció producirse dentro de la casa. No me voy a quedar para saber que produce el ruido. Corrí, corrí y corrí, la puerta de los vecinos parecía del otro lado del mundo, que Miami ni que nada, yo me regreso a Barranquilla.
Temblando de miedo y casi sin poder hablar llegué a la casa de los vecinos que me habían presentado al momento de mi llegada. Los San Juan era una queridísima familia de cubanos, como la mayoría de los que habitaban en Hialeah, que fueron vecinos de la tía toda la vida. Urbano y Gladys se preocuparon al verme entrar de sopetón y con la cara de susto que debía llevar. Traté de explicar que mientras dormía un lobo hacia un sonido horrible o mejor dicho que había un ruido en el bosque o en el patio. No sabía cómo explicar el ruido. En ese momento el lamento tétrico no se oía, pero yo no estaba dispuesto a volver a la casa ni de vainas. Yo, capitán vitalicio del equipo de los cagaos ni amarrado volvía. Me miraron con incredulidad, Urbano salió para la casa armado con su puro habanero y una sonrisa que me produjo seguridad. Estamos en Miami, no pasa nada.
No alcanzó a salir de la casa cuando el ruido se escuchó perfecto en la terraza. Los veía a la cara, ni se inmutaban, parecía que no escuchaban el ruido, yo no me lo inventaba. Urbano se percató y se acercó condescendiente, había entendido mi susto. El ruido que me tuvo en vilo y que nunca olvidaría hasta hoy, era producido por el pito de los múltiples trenes que atraviesan una ciudad moderna.
En nueve años de vida podía resumir mi experiencia con trenes en dos. El primero la canción que dice Santa Marta tiene tren y no tiene tranvía y el segundo una foto con la pequeña y vieja locomotora que estaba de recuerdo en Puerto Colombia y que por supuesto nunca le había escuchado el pito. De manera que por cuenta de la inoperancia de múltiples gobiernos, los colombianos no tenemos experiencia con el uso del tren y al paso que vamos seguiremos así muchos años más.
Les cuento que tengo una impagable deuda de gratitud con los San Juan. El anécdota era para contarlo a todo el mundo y tomarme el pelo por muchos años, pues no. Nunca lo contaron, no le dijeron nada a mi papá ni a la tía, se guardaron mi susto infantil que solo se reveló en estas líneas.
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