jueves, 12 de abril de 2018

Sorpresas de un turno

La populosa capital vivía una noche como cualquiera otra, lluvia pertinaz, frío y caos vehicular. Por aquellos días, trabajaba en un centro médico localizado en los límites de la Bogotá desarrollada y la Bogotá agreste. El centro se nutría de pacientes estrato dos a tres que no recibían una buena atención en el sistema y que lograban ganar algún dinero extra para costear una consulta de medicina general particular. Esa noche, Martha me llevó al “Chuzo” o puya sapos como llaman, peyorativamente, a estos centros en los estratos altos de la medicina capitalina.
La noche pintaba bien, tres consultas en espera, 50% para el médico de turno, 50% para el dueño. La enfermera de turno era una veterana con experiencia y varias virtudes, entre ellas una importante, preparaba una changua de buena factura. Hoy al recordarla me pregunto, ¿Qué será de su vida? Me caía bien.
Al llegar noté una pareja sentada al lado de mi consultorio, la joven se notaba adolorida y el parejo compungido por verla sufrir. Los hice pasar rápido.
¿Qué tienes? En ¿qué te puedo ayudar? - Mis preguntas de rigor.
Casi que entre dientes y con un marcado acento campesino de la zona boyacense respondió que tenía cólicos, la respuesta se acompañó de unas lágrimas y un sollozo que produjeron mayor atribulación del acompañante. Las respuestas a mis preguntas no permitían discernir la causa del dolor. La timidez propia de su cultura y el dolor limitaban el análisis que se podía derivar de sus muy parcas respuestas.
Desde muy temprano, en mi carrera como médico, aprendí que si al ponerme en pie para examinar a un paciente no sabía cuál era su problema, tampoco lo sabría al examinarlo. Sin embargo, me levanté de la silla, el interrogatorio no conducía a nada y el acompañante me pedía con su actitud que hiciera algo.
Una vez acostada en la incómoda camilla, un prominente abdomen se descubrió sin aviso.
La pregunta no se hizo esperar:
¿Está embarazada?
No, respondió tímidamente
Durante el interrogatorio no informó con certeza la fecha de la última regla. Ese abdomen parecía de un embarazo de término. No había nada más que hacer, un tacto vaginal debía ser incluido dentro de la evaluación. Le pedí a la enfermera que trajera guantes, que me acompañara a la evaluación y le pedí al acompañante que saliera a la sala de espera.
La palpación del abdomen era consistente con un útero en estado de gravidez avanzado. Me puse los guantes y oh sorpresa.
Nada más entreabrir los labios mayores y el fino cabello de un bebé emergía. La señora estaba en la fase del parto conocida como expulsivo activo. No había tiempo de nada. Ese niño nacería en cualquier momento.
Me quité los guantes y salí a la sala de espera. El acompañante me miró con la misma cara de angustia que tenía desde la llegada.
Vas a ser papá, dije con tono conciliador.
Un silencio tan frío como el de la capital se produjo al instante. La noticia cambió la cara de angustia por una de perplejidad que no recuerdo haber visto más nunca en mi vida.
Con voz trémula respondió:
“Solo la conocí hace cuatro meses”



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