sábado, 10 de febrero de 2018

Enseñanzas


El reciente encuentro de la familia y los amigos de la tía Magola, para celebrar sus 100 años de manera póstuma, me llevó a confirmar una vez más lo especial que fue nuestra tía. La celebración, preparada con el cariño de siempre por Yolanda, se desarrolló de tal forma que los asistentes sentimos en todo momento la presencia de Magola en el recinto. Las fotos, sus anécdotas, su comida favorita, el arreglo de los detalles, la música de su sobrina y sobre todo la reunión de los unos con los otros, familia y amigos, compañeros de trabajo y vecinos, de aquí y de allá, todos dispuestos a expresar el cariño sentido por una mujer que estuvo siempre dispuesta a compartir su exitosa forma de ver la vida, su estilo para hacer las cosas, su talante, su elegancia. Con la tía Magola muchos de los asistentes a esa velada aprendimos a vivir.
En casa de la tía aprendí el significado del verbo acomedir. A la tía le gustaba la gente acomedida y nos exigió y enseñó a que lo fuéramos. El entrenamiento en el arte de acomedirse terminaba cuando se lograba intuir lo que alguien podía necesitar y entonces hacerlo sin que fuese pedido. Con una condición, había que hacerlo rápido. Me parece escucharla decir ¡acomídase mijo!
A la tía Mago le chocaban los tipos amarrados, desde siempre le escuché decir a todos los hombres de la familia, cercanos o lejanos, conocidos o no, que a la señora había que mandarla a Miami con la tarjeta de crédito abierta. Que ir de compras a Miami sin plata era un plan inútil. Hombre tacaño no goza mujer bonita, podía ser la consigna.
Para Magola Martinez la familia política era tan o más importante que la de sangre. Se entregó en cuerpo y alma a la familia del tío Eliecer. Ella quería tanto a su familia política que nos contagió a nosotros, los del otro lado. De manera que Merceditas, Jaime, Beatriz, Martha, Jorge Humberto, Diana y todos los Martínez era primos de sangre, para mí.
A la tía la mataban los detalles, tiene que ser detallista mijo, decía. Que le va a llevar a fulano, zutano o mengano. La tía regalaba hasta sus calzones (como ella decía), sus maletas, con olor a Miami (dice Jorge Humberto) llegaban llenas de paquetes asegurados con cinta de enmascarar y marcados, con su letra caótica, con el nombre del beneficiario. Chicles de Juciy fruit, Chocolates de Milky Way (en esa época no se compraban en Colombia), marcadores, crayolas y stickers (tampoco se conseguían), medias, portarretratos, cortes de telas, un detalle, pero cargado de cariño genuino.
Reitero, muchas cosas aprendí en casa de la tía Magola, recuerdo a mis nueve años los primeros almuerzos en su casa, deliciosas albóndigas en salsa, el arroz más blanco y brillante que recuerde y un dedo, el mío, que lo empujaba con la mayor naturalidad a la cuchara, para no perder ni un granito.
¡No empuje con el dedo!
dijo la tía con la energía, claridad y autoridad suficientes como para qué hoy, cuarenta y tantos años después, todavía sienta su presencia cuando, por falta de cubiertos, toca empujar el arroz con el dedo. Así era la tía Magola. 

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