No
sé de quién aprendí el adagio “De los arrepentidos se vale Dios” así como
tampoco tengo idea con que intenciones fue pronunciado por su autor. En cambio,
si tengo muy claro el momento cuando esta sentencia llega a mi mente de manera
arrolladora. Siempre me ocurre cuando pienso, totalmente arrepentido, pero sin
propósito de enmienda, ¿quien me mandó a montarme en este paseo?
El cuento viene a que con una frecuencia
suficiente como para estar acostumbrado y no sufrir por arrepentimientos,
acepto invitaciones a eventos realizados en lugares tan distantes, que el
tiempo de viaje resulta ser más largo que la duración del curso.
Debo
asegurar antes de ser mal interpretado que los eventos son de carácter
académico, organizados por personas idóneas y en ciudades de altísimo nivel
científico y también, hay que decirlo, de gran atractivo turístico. De manera
que es muy fácil caer en la tentación, como usualmente ocurre, de aceptar la
invitación.
Pero vienen los arrepentimientos, las fatigantes horas de espera en los aeropuertos, los viajes de 10 horas y más sentados en clase económica rodeado de niños llorando o de jóvenes europeos que no conocen ni el Mexana ni el Yodora; las fuertes y eternas turbulencias que producen los mayores arrepentimientos y le sacan padrenuestros y avemarías a los más ateos; las maletas extraviadas, las conexiones perdidas, en fin todos los problemas derivados de los viajes largos.
Pero ahí no termina la cosa, en estos viajes exprés también hacen parte del problema la peligrosa conjugación de los verbos conocer y aprovechar.
Hay que salir a “conocer” la ciudad que acoge el evento. Con mapa en mano y guiados siempre por el más osado de los asistentes, se emprenden caminatas larguísimas por los lugares emblemáticos de la ciudad y por otros también. Estas caminatas tienen la particularidad de que son hechas el mismo día del arribo, después de 24 horas de viaje y aeropuertos. La razón es que nunca hay tiempo porque las agendas académicas son muy apretadas, entonces hay que “aprovechar” el tiempo libre.
Pero vienen los arrepentimientos, las fatigantes horas de espera en los aeropuertos, los viajes de 10 horas y más sentados en clase económica rodeado de niños llorando o de jóvenes europeos que no conocen ni el Mexana ni el Yodora; las fuertes y eternas turbulencias que producen los mayores arrepentimientos y le sacan padrenuestros y avemarías a los más ateos; las maletas extraviadas, las conexiones perdidas, en fin todos los problemas derivados de los viajes largos.
Pero ahí no termina la cosa, en estos viajes exprés también hacen parte del problema la peligrosa conjugación de los verbos conocer y aprovechar.
Hay que salir a “conocer” la ciudad que acoge el evento. Con mapa en mano y guiados siempre por el más osado de los asistentes, se emprenden caminatas larguísimas por los lugares emblemáticos de la ciudad y por otros también. Estas caminatas tienen la particularidad de que son hechas el mismo día del arribo, después de 24 horas de viaje y aeropuertos. La razón es que nunca hay tiempo porque las agendas académicas son muy apretadas, entonces hay que “aprovechar” el tiempo libre.
Con
el ánimo de “conocer” la gastronomía del lugar escogido para el curso se
obtienen unos daños intestinales que usualmente se extienden hasta después de
terminado el periplo. El verbo aprovechar se aplica a muchas cosas, por
ejemplo, aprovechemos que vinimos hasta acá y compremos tal o cual cosa. El
objeto comprado nunca se usará y le adiciona un problema más al periplo, el
gasto en compras inútiles.
Recuerdo
que aproveché un viaje a Estambul para comprar un juego de té, a mi juicio
hermoso, que me ocasionó toda clase de dolores de cabeza para que llegara
intacto a Barranquilla y que después de ese día no volví a ver en mi casa. Una
compra sin duda inútil.
El
cansancio del apretado viaje, el susto por las turbulencias, los encargos, el
dinero gastado en artículos innecesarios y el que se deja de producir inducen
estados de arrepentimiento. Se hace uno la pregunta, ¿a qué hora se me ocurrió
aceptar esta invitación? Resulta que la respuesta no debe sorprender a nadie,
pues compartir y descubrir nuevos conocimientos con colegas prestigiosos y con
nuestros compañeros, en centros hospitalarios de alto nivel científico, en las
mejores ciudades del mundo, supera miedos, gastos y cansancio.
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