Tengo fresco en mi memoria el recuerdo del primer ecógrafo llegado a la
ciudad de Arauca. Por aquellos días completaba los seis meses de servicio
social obligatorio pactados para las zonas afectadas por el conflicto interno.
Un emprendedor colega había tomado la decisión de comprar un moderno equipo de
ultrasonido y un electrocardiógrafo capaz de leer el trazado. Ambas tecnologías
eran nuevas para la región y aún para muchas zonas del país. Enamorado de la
llanura y de Maruja, no tenía la menor intención de regresar a la vorágine de
la capital y menos a Barranquilla. De manera que acepté la propuesta de hacer
la consulta privada del único centro médico del llano Colombo-Venezolano con ecógrafo
bidimensional y electrocardiógrafo inteligente.
Las expectativas eran buenas, por fin se disponía de una tecnología no invasiva que permitía estudiar los órganos internos. Sin embargo, los clientes no aparecían. Tuve tiempo de leer el clásico libro de electrocardiografía de Goldman y hacer una hoja de resumen con los principales criterios de diagnóstico electrocardiográfico. Esta hoja me serviría después para corregir los frecuentes errores del electrocardiógrafo inteligente y también me acompañaría durante los primeros años de residencia.
Cuando ya estaba a punto de abdicar al trono del centro médico y de la tecnología una jovencita de escasos trece años llegó de la mano de su padre.
La timidez de la niña y la severidad de su padre hacían imposible un interrogatorio fluido. Sin embargo, el motivo de consulta era claro, el padre quería usar la nueva tecnología para descubrir la causa del preocupante y prominente abdomen de su hija. Falsos médicos, abundantes en la zona y con mucho arraigo, intuían que la causa del abultado abdomen era tumoral y pronosticaban un desenlace fatal.
El padre y la hija embargados de un profundo temor ingresaron al salón del ecógrafo. El acondicionamiento propio de estos recintos con temperaturas muy bajas y prácticamente a oscuras aumentaba la incertidumbre del padre y la hija. Acostada en la camilla con la ingenuidad propia de la edad, la condición cultural y la pobreza, la niña no se le oía ni respirar. El padre aceptó con resignación sentarse en una silla frente a la camilla desde donde veía con claridad la pantalla del ecógrafo. Todavía hoy me pregunto si la escala de grises podía ser entendida por un hombre apenas criado en la rudeza del campo y con los sentimientos encontrados que le embargaban.
Para nosotros el diagnóstico estaba cantado pero preferimos que las imágenes lo confirmaran. Después de muchos años de ejercicio profesional todavía no soy capaz de intuir la respuesta de un paciente y su familia ante un diagnóstico definitivo. En este caso el aspecto severo del padre presagiaba una reacción negativa al saber que el abdomen prominente era producido por un embarazo normal. Sin saber qué actitud tomar el ecografista prefirió prolongar la llegada de la verdad diciendo que no había tumor, que la joven estaba sana. Padre e hija sonrieron tímidamente esperando la respuesta definitiva. La noticia del embarazo causó una respuesta inesperada. El ceño fruncido y severo que acompañó al curtido hombre del campo desde la llegada, cambió por una sonrisa humilde y atribulada. Su hija no sólo no moriría sino que lo convertía en abuelo.
Las expectativas eran buenas, por fin se disponía de una tecnología no invasiva que permitía estudiar los órganos internos. Sin embargo, los clientes no aparecían. Tuve tiempo de leer el clásico libro de electrocardiografía de Goldman y hacer una hoja de resumen con los principales criterios de diagnóstico electrocardiográfico. Esta hoja me serviría después para corregir los frecuentes errores del electrocardiógrafo inteligente y también me acompañaría durante los primeros años de residencia.
Cuando ya estaba a punto de abdicar al trono del centro médico y de la tecnología una jovencita de escasos trece años llegó de la mano de su padre.
La timidez de la niña y la severidad de su padre hacían imposible un interrogatorio fluido. Sin embargo, el motivo de consulta era claro, el padre quería usar la nueva tecnología para descubrir la causa del preocupante y prominente abdomen de su hija. Falsos médicos, abundantes en la zona y con mucho arraigo, intuían que la causa del abultado abdomen era tumoral y pronosticaban un desenlace fatal.
El padre y la hija embargados de un profundo temor ingresaron al salón del ecógrafo. El acondicionamiento propio de estos recintos con temperaturas muy bajas y prácticamente a oscuras aumentaba la incertidumbre del padre y la hija. Acostada en la camilla con la ingenuidad propia de la edad, la condición cultural y la pobreza, la niña no se le oía ni respirar. El padre aceptó con resignación sentarse en una silla frente a la camilla desde donde veía con claridad la pantalla del ecógrafo. Todavía hoy me pregunto si la escala de grises podía ser entendida por un hombre apenas criado en la rudeza del campo y con los sentimientos encontrados que le embargaban.
Para nosotros el diagnóstico estaba cantado pero preferimos que las imágenes lo confirmaran. Después de muchos años de ejercicio profesional todavía no soy capaz de intuir la respuesta de un paciente y su familia ante un diagnóstico definitivo. En este caso el aspecto severo del padre presagiaba una reacción negativa al saber que el abdomen prominente era producido por un embarazo normal. Sin saber qué actitud tomar el ecografista prefirió prolongar la llegada de la verdad diciendo que no había tumor, que la joven estaba sana. Padre e hija sonrieron tímidamente esperando la respuesta definitiva. La noticia del embarazo causó una respuesta inesperada. El ceño fruncido y severo que acompañó al curtido hombre del campo desde la llegada, cambió por una sonrisa humilde y atribulada. Su hija no sólo no moriría sino que lo convertía en abuelo.
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