Incluso el padre más despreocupado entiende que su labor principal es cuidar de sus hijos. Para los médicos, la responsabilidad es aún mayor, por lo que la vigilancia siempre ha sido doble. Cuando eran pequeños, les enseñé a cruzar la calle con precaución, a no hablar con extraños y a no abusar de los dulces. Les insistí en que usaran suéteres cuando hacía frío, en que descansaran lo suficiente, en que respetaran a los mayores y en que evitaran el consumo de alcohol. En fin, los padres nos convertimos en guardianes cariñosos, convencidos de que, sin esa supervisión constante, el mundo podría devorarlos.
A medida que crecen, deseamos que sean exitosos, que tomen buenas decisiones, que sean dueños de su vida y que encuentren la felicidad. Lo que no esperaba era que, con el tiempo, los papeles se invertirían tan pronto.
Ahora son ellos quienes vigilan. Nos observan con atención: si estornudo, ya me preguntan si he pedido cita con el doctor. Si camino rápido, creen que me voy a caer; si camino lento, sospechan que algo no anda bien. Y si les digo que estoy bien, no me creen. Quieren pruebas, exámenes, resultados.
Antes podía negociar con ellos. “Déjame ir a la fiesta hasta más tarde”, decían cuando comenzaban la adolescencia, y casi siempre cedía. Pero ahora no hay margen de maniobra. “Papá, tienes que dejar de comer cerdo, fritos y dulces. Eso no es bueno para el colesterol”. “¿Por qué sigues manejando de noche?”. Trato de explicarles que soy médico, que sé lo que hago y que tengo toda una vida tomando decisiones sobre la salud de los demás, incluida la mía. Pero no. Se han convertido en inspectores rigurosos, y mi vida cotidiana es ahora un tira y afloja entre lo que quiero hacer y lo que ellos consideran prudente.
Sé que lo hacen por amor. Que, en el fondo, lo que intentan es retenernos, asegurarse de que no nos vayamos antes de tiempo. Y aunque a veces me molesta un poco su severidad, también me enternece. Porque veo en sus ojos el mismo miedo que alguna vez tuve yo cuando les advertía que no corrieran demasiado rápido o que no se alejaran demasiado. Es el círculo de la vida. Solo que nadie me dijo que, al final, los padres también terminan sintiéndose como hijos.